lunes, 31 de diciembre de 2007

Tanzaniando

Nuestro segundo día en Dar el Saalam amaneció con una consigna. “Caminar”. Y cierto es que la curiosidad puede aguantar más que unas sandalias. Fuimos al norte, a la península de Msasani. La bordeamos por la calle Toure hasta llegar al otro extremo, a la bahía del mismo nombre. Lo más llamativo eran las casas residenciales de los embajadores. Mansiones en toda regla. Lujo a borbotones y fuera de los muros basura. Horas después, agotados y con unas incipientes ampollas en los pies de Edna nos decidimos por un taxi de vuelta al hotel.

Apenas un respiro y una ducha para despegar la mugre de nuestra piel y de nuevo a callejear. Una vez más dejamos la brújula en la habitación y nos perdimos por las calles Libia, India, Zanaki, Morogoro, Ghandi.... El caóticamente seductor centro de Dar el Salaam.
Las miradas volvían a dirigirse hacia nuestra extraña apariencia. Hindús, rastafaris, masais, mujeres con chador, con el “tercer ojo”, musulmanes evidentes en su vestir… Una explosión multicultural, multicolorida en ropas y pieles. Y sin embargo éramos nosotros, al parecer quienes llamábamos la atención. Los críos nos señalaban y se reían “nzungu! nzungu!” (blancos! blancos! en swahili). En turismo apenas recala en esta ciudad. Es más bien fea, pero los personajes que la visten son de una amabilidad y una alegría que sorprende. Al parecer la cultura swahili es así. Hija de influencias árabes, hindús, portuguesas ancla sus raíces en una de las lenguas bantús. Una cultura abierta a las influencias que ha ido moldeando un carácter jovial, alegre, hospitalario y profundamente amante de su libertad.

Al día siguiente, día de la elecciones en Kenia volábamos a Zanzíbar. Antes de ello teníamos otro plan. El Mercado de Kariakoo, el mayor mercado de Tanzania. Nos habían contado que debíamos ir sin bolso, con la fotocopia del pasaporte, sin cámara de fotos. Poco menos que con guardaespaldas. Que era un sitio peligroso. Que ahí se veía una piel blanca y enseguida caían los ladrones. Yo tenía una referencia que añadía un matiz. Un español que dirige una fundación que trabaja en el desarrollo de la Isla Ibo, en el norte de Mozambique había sido atracado en Kariakoo. Le robaron hasta la ropa. Pero, (y aquí está el matiz) la misma gente del mercado salió disparada a por el atracador y en unos minutos el colega tenía todo de vuelta y varios amigos que le invitaban a su casa. Es decir. En ocasiones se cuentan historias de los países del sur que concluyen peligro, desamparo, violencia, etc y lleva a un estado de miedo que resulta absurdo y nada recomendable para viajar. En Kariakoo, aquel día se dio un ejemplo de empatía con el “nzungu” que me gustaría saber si se da de manera recíproca en el mercado de alguna ciudad europea.

La palabra que más volvimos a escuchar en Kariakoo fue “Karibú!” (bienvenidos!) seguido de una amplia y contagiosa sonrisa. No se trataba de ningún mercado de artesanía para turistas. Era el mercado diario en el que se abastecen los habitantes de esta ciudad loca, sucia y por algún motivo atrapante. La basura ahí estaba. Su olor también. Había todo tipo de fruta, especias, abalorios de ferretería, máquinas de coser chinas, ropa, zapatos, arroz, animales, pescado, carne, linternas, colchones, sujetadores, ropa hindú, la última moda en los conjuntos musulmanes para mujer, gorros, teléfonos celulares y todo lo que os podáis imaginar. Edna estaba en la tarea de comprarse unas sandalias, cuando de pronto el cielo se puso gris y, sin bajar ni un grado la temperatura, comenzó a arrojar baldes de agua. Carreras, a tapar la mercadería, a cobijarse en las esquinas. Duró tres minutos. Suficientes para que el suelo de barro seco se transformara en un lodazal. Ninguna catástrofe. La gente reía. Un joven pretendió hacerme una broma vaciando el agua que aguantaba uno de los plásticos. Subió con un palito el plástico y los cinco o seis litros de agua de lluvia ahí alojada se deslizaron buscando una salida en forma de chorro que calló a centímetros de donde yo estaba escuchando cómo Edna regateaba el precio de las sandalias. Le miré. Le hice un gesto de “te he visto” y todos nos reímos a mandíbula batiente. ¿Qué hubiera pasado si me hubiera caído encima? Que la risa de los demás hubiera sido igual. Pero yo no la hubiera compartido tanto. En cualquier caso me recordó a las travesuras que todos hacemos de críos. Éste es en parte el carácter de los swahilis. Adolescencia eterna.

Se hacía tarde. El avión para Zanzíbar no esperaba.
PD.- A todos y todas las queridas lectoras y lectores de este caminar diario por tierras africanas; desde Donostia y Orereta hasta Montevideo, desde Quito o El Salvador hasta Zaragoza, Vejer o Sevilla, desde Buenos Aires y Bruselas hasta la misma Pemba, Irunea, Gasteiz o Bilbo. Donde sea que se encuentren, gracias por seguir al otro lado de la pantalla, un abrazo muy fuerte y feliz 2008

sábado, 29 de diciembre de 2007

Dar el Salaam

El taxi de Jamal nos esperaba a las siete y media de la mañana para llevarnos al aeropuerto. Tarjeta de embarque y a esperar. Un café horroroso fue nuestro desayuno. Pagamos las tasas. Quinientos meticais cada uno. Ya no nos quedaba moneda local. Entramos a la sala de embarque. Otro sello más al pasaporte y 60 meticais cada uno. Sólo teníamos euros. Y aquí nunca tienen troco (cambios). Un billete de diez euros quedó en manos del funcionario. Nos debería de haber dado seis de vuelta, o unos doscientos meticais. Pero nunca hay troco. ¡Qué más da! ¡Es navidad y nos vamos a Tanzania!

Eso pensábamos. Pero antes de aterrizar en Dar el Saalam el altavoz del avión hablaba de Nairobi. ¿Nairobi? ¿La capital de Kenia? Así fue. Sobrevolamos toda Tanzania y aterrizamos en Nairobi. ¿Nos habíamos equivocado de avión? ¿Se había producido un secuestro? Pregunté a la azafata. Sonriendo (es parte de su oficio) me explicó que el vuelo era Pemba-Nairobi-Dar el Salaam y que todo estaba ok. Edna y yo nos miramos y dijimos “no nos lo van a creer”. Nuestra comida de navidad fue en ese avión. ¿Saben qué? ¡Arroz con camarón! Pedro tenía razón. Cuando no lo buscas te viene.

A las tres de la tarde hora local (una más que Mozambique) aterrizamos en Dar el Salaam. Ya no había nada escrito en portugués. Las bienvenidas eran en inglés y sobre todo en swahili, “Karibu!”. El policía de migración era tan amable como un profesor de universidad de los que les gusta enseñar. Nos preguntó de donde veníamos, nos deseó Merry Chrismas, nos cobró 50 dólares a cada uno por el visado de entrada (tenía 100 dólares justos. Si no llega a ser así nos hubiera cobrado 100 euros. En la entrada al país no se andan con sutilezas cambiarias) y nos estampó otro sello al pasaporte. Uno de los mejores sitios para cambiar es el propio aeropuerto. Doscientos cincuenta euros se transformaron en 39 mil shilling. Por 20 dólares un taxista llamado Ngaga nos llevó al hotel Peackoc. Es el hotel que usa Banoa. Está en el centro. Y está bien. Un poco demasiado elegante para nuestro presupuesto, pero ¡por una vez…!

Una vez instalados salimos a la calle. Eran nuestros primeros pasos por las calles de una ciudad cuyo nombre significa “Puerto de la Paz”. Todo, excepto las mezquitas y los hoteles, estaba cerrado y se veía muy poca agitación. Era festivo. 25 de diciembre, ¡fun, fun, fun! Caminamos. La gente, sentada e las esquinas nos miraba y nos sonreía. Sobre todo los borrachos. Si nos cruzábamos con un borracho era seguro que nos daría la bienvenida con choque de manos o un abrazo. “Karibu!”. Nos perdimos entre las calles. Nos perdimos adrede, callejeando. Es un placer difícil de explicar éste de caminar por lugares en los que uno jamás ha estado. Y oler, y mirar las gentes diversas, y leer los letreros, y escuchar una mezcla sorprendente de idiomas. Caminar y perderse. Todo nuevo para nosotros y legendario a la vez. Dar el Salaam, ciudad creada a partir de un pueblo pesquero por los deseos del sultán de Zanzíbar, Said Majid a mediados del siglo XVII. Una ciudad cruce de culturas y religiones. Una ciudad con calles para perderse y para hacer cosas a escondidas.

Buchman, un makonde rastafari nos quería vender su artesanía. Le explicamos que acabábamos de aterrizar y que no teníamos dinero. Llegamos hasta la calle Dr.Sokoine y luego Kivukaine Front a orillas del Índico. Aquí estaban. Todos los habitantes de la ciudad se habían citado junto a la costa. Familias paseando, grupos de amigos, parejas. A una muchacha se le cayó una cinta del pelo. Cuando me agaché para dárselo me dio las gracias con una sonrisa sorprendida al verme tan blanco. Un ferry llevaba una muchedumbre a Kigamboni, a 600 metros, al otro lado de la bahía. Los borrachos nos seguían saludando entusiasmados. Los taxistas nos ofrecían su vehículo. Los niños nos miraban y se reían. Llegamos hasta el mercado del puerto. Junto a él, en la playa la vida se agitaba al ritmo de la venta del pescado recién capturado. Un auténtico espectáculo. La vida aquí bullía. Giramos por la calle Magagori, junto al State House. Caminábamos y al mirar los jardines a través de las rejas vimos que ahí pastaban, ajenos a todo, una manada de gacelas. Edna se excitó. “Sácales una foto”. Un sexto sentido me dijo que no. Recordé al policía que con su kalasnikov me echó de la acera junto a la que está la casa del gobernador en Pemba. Dimos unos pasos y en ese momento alguien chistó por atrás. No hice caso. Llevábamos toda la tarde siendo llamados, saludados, señalados. Volvieron a chistar. Me giré. Era un señor de mediana edad. Lo que me hizo detener y esperarle es que no iba borracho. Es decir, no venía a darme un abrazo de bienvenida. Sacó de su bolsillo una tarjeta de plástico y me la enseñó. “State Police”.

Al parecer tengo una atracción irresistible para la policía. Me pidió la documentación. Mi pecado esta vez fue estirar el cuello a través del la verja del State House. ¡La Casa Presidencial! “¡Usted no puede hacer eso. Esta es la casa del Señor Presidente!” El tipo tenía un gesto curioso. Era como que estaba a punto de sonreír, pero en lugar de hacerlo me echaba la bronca, me pedía la documentación y me amenazaba con ir a comisaría. Bien, analicemos el momento. No hacía ni dos horas que habíamos llegado a Tanzania por primera vez en la vida y ya nos encontrábamos frente a un policía que tenía ganas de buscarnos las cosquillas. Pero claro, no teníamos ninguna referencia de cómo se manejaban aquí las cosas. ¿Qué era mejor? ¿Qué funcionaba aquí en estas situaciones? ¿La sumisión, el cabreo, levantar la voz, bajar la cabeza, darle la razón, la firmeza? Estaba claro que no habíamos matado a nadie, pero el colega hablaba de ponernos una multa. “Is she your wife?” (¿Es ella su mujer?) me preguntó señalando a Edna. Ella misma respondió que sí y que acabábamos de llegar al país y que era nuestro primer paseo y que no teníamos ni idea de que hubiéramos cometido ninguna irregularidad. El tipo pareció ablandarse y después de agitarlo me devolvió el pasaporte cuando le pedí disculpas. Con el pasaporte recuperado respiré para mis adentros. Cuando comentábamos que era Chrismas day dijo de pronto (esta vez sí sonriendo) “Well, give me a Chrismas!” ¡El cabrón de él insistía en la plata! Los cojones íbamos a darle nada después del susto. Nos volvimos a dar la mano. Le pregunté su nombre. Hasta nunca Mister Benson.

Seguimos hasta la Avenida Samora. Nos detuvimos en un puesto de prensa. Todos los periódicos estaban en swahili, excepto el “Times Daily”. La portada anunciaba que las encuestas indicaban que las elecciones generales de pasado mañana 27 estaban muy reñidas y era la hora de reflexionar. Lo compramos.

Regresamos caminando.La avenida Samora estaba casi desierta. Cenamos algo en el restaurante del hotel Jambo Inn, cerca del nuestro.

Al llegar a nuestra habitación quise mirar más despacio eso de las elecciones. El vendedor me dijo que el favorito según las encuestas era el líder de la oposición. ¿Y si hubiera disturbios? ¿Si el país entraba en una espiral complicada de amarrar? No puede ser que estuviera aquí, “tanzaniando” y no estuviera informado. Me puse a leer el editorial. “…Estas navidades, tiempo de paz y de concordia, marcan también el tiempo de la reflexión pensando en el futuro de nuestro país. Todos estamos llamados a participar el próximo día 27. Todos los keniatas… ” Menos mal que no soy corresponsal de ningún medio. Las elecciones eran en dos días, sí, ¡pero en Kenia! ¡Vaya corresponsal de las narices! Edna se durmió riéndose de mí.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

El balón de Pedro

Barcelona – Real Madrid a las 20 en mi casa” El sms era de Jordi. Cualquier excusa es buena. Me acerqué a la playa de Wimby para comprarle a doña Roda seis “laurentinas” grandes. Me hizo prometerle que le llevaría de vueltas los cascos.

Cuando el árbitro pitó el comienzo del partido estábamos frente a la pantalla siete amigos de diferentes colores y continentes. Nos unía una negativa. Nadie quería que ganara el Madrid. Incluso, Niko, un argentino de Rosario llevaba la camiseta del Barça.

A los minutos ya vimos que la cosa se torcía, que el Barça no era el de antes y el Real Madrid dominaba la situación. Así que nos pusimos a charlar. Al día siguiente era Noche Buena y ya que “cualquier excusa era buena” decidimos juntarnos a cenar. “¿Quién pone la casa? Acordaros de lo del amigo invisible. Yo puedo hacer pavo” Todo giramos la mirada hacia Angélica. ¿Pavo? La adoramos. Yo me quedé encargado de la cuestión marítima. A poder ser camarones. Jordi y Adolfo la bebida. “¿Cuantos seremos? Diez u once. Ok, estupendo. También hay carne que sobró del otro día. Yo soy vegetariano”. Las ”Laurentinas” se iban vaciando. Y de pronto lo que se veía venir. Golazo del Real Madrid.

Sentado a mi derecha tenía a Nando. Un tipo al que acababa de conocer. Como ninguno de los dos estaba emocionado con el partido nos pusimos a charlar. Lleva más de dos años pedaleando con su bicicleta. De Turquía pasó a Siria, Jordania y se introdujo en África por Egipto. Y de ahí siempre hacia el sur. Sin prisa. Aún no ha vuelto a casa. Su historia era para olvidar el partido y la liga. Decidí proponerle una entrevista para publicar en “Mozambiqueando”. Aceptó.

Terminó el encuentro. Acabaron las cervezas. Y cada uno se fue a su casa con una misión “navideña”. Antes pasé por doña Roda para devolverles los cascos vacíos del preciado líquido.

El día siguiente fue perezoso hasta que Edna me pidió que fuera a comprarle tabaco. Además debía encontrar camarones. Ella se quedó preparando su equipaje y ordenando un poco la casa. Al día siguiente nos iríamos a Dar el Salam. En nuestra ausencia ocuparían la casa algunos médicos italianos de Nampula. Me recorrí todo Pemba en busca del tesoro. La ciudad se movía a un ritmo más alterado de lo normal. Mucha gente en la calle cargaba bultos. Cada cual preparaba la noche como su creencia, sus ganas de juerga y su bolsillo se lo indicaban. Fue fácil encontrar tabaco. Pero el camarón se escabullía. Al final, en la playa de Wimby Pedro me dijo que si regresaba a las doce quizá estaría un amigo suyo que pescaba camarón. Pedro es uno de los guardianes de los coches aparcados. Sonríe seduciendo.

Convencí a Edna para ir a comer unos petiscos a la playa, donde nos esperaría Pedro. Al llegar, el guardacoches me dijo que su amigo aún no había aparecido. Hora y media más tarde, después de comer, tampoco llegó. La sonrisa de Pedro hizo que mi obsesión por los camarones no tuviera más importancia. “Cuando uno quiere camarón no hay y cuando no necesita aparece por todos lados” nos dijo. Pedro tiene nueve años y me pidió que le consiga un balón de fútbol. Prometido.

Regresábamos a casa cuando en el camino vimos dos jóvenes cargados de una ristra de lulas (calamares) recién pescados. Frenazo. “¿Que cuestan? Trescientos setenta meticais. Nos los llevamos. ¿Tienen troco (cambio)? Bueno quedense los 30 de propina. Obrigado. Obrigado a voçe. Boa noite e Feliz Natal!” Llegamos a casa con diecisiete lulas frescas. Cuando no se consigue lo que se quiere la alternativa puede ser mejor. Esa filosofía me mantiene alejado rabietas inútiles y ayudan al buen humor.

Edna limpió las lulas y a las ocho fuimos a recoger algunos de los comensales. Estaba oscuro. A mitad de camino comenzó una tormenta tropical en forma de cortina de agua. Además se fue la luz. Circulaba a veinte a la hora. Al final llegamos al destino sanos y salvos.

Nuestra última cena del año en Mozambique fue tranquila. Juntamos once personas alrededor de una mesa colombiana. Angola, Euskadi, La Rioja, Argentina, Mozambique, Madrid y Catalunya. Hubo algunos regalos humildes, pavo, pescado, ensalada, lulas, matapa (guiso mozambicano a base de mandioca) y bastante camaradería. Edna es nieta de su abuela Isma. Ahora está jubilada pero fue una habilidosa peskatera del barrio de Loyola en Donostia. Algo le ha debido traspasar a su nieta porque no sobró ni media lula. No quedó ni la muestra.

Al día siguiente teníamos que madrugar para tomar el avión, así que a las dos y media nos despedimos. Antes de dormir volví a recordar a Pedrito. Cuando regrese a Pemba lo primero que haré será buscar un balón de fútbol.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Otra mañana cualquiera fuera de lo común


“Bom dia, aquí Radio Mozambique com nosso povo”. Abro los ojos. “Mmmm! ¿qué tal has dormido?” Ducha. Estamos de suerte. Hay luz, así que hay agua. Desayuno. “Termina que me meo. No quedan galletas. ¿Quieres piña? Uf! ¡Qué calor!” Fuera de la casa más saludos. “Bom dia”. El coche arde. Giro la llave. Arranca.

Los siete kilómetros que hay de nuestra casa (pequeña, modesta, sin lujos pero limpia y junto al mar) a la oficina de Edna y al despacho que tengo prestado son un espectáculo. Al principio el camino es arenoso. Una pista. Ahí, a la sombra de gigantescas acacias una veintena de personas se cobijan de esa luz ya potente de las siete de la mañana. En el suelo, sobre unos breves cartoncitos se ofrecen una ordenada montaña de mangos. Entramos en el asfalto. Multitudes caminan por los bordes. A un lado el Océano Índico. Sobre un búnquer un grupo de niños juega. Al otro, baobabs milenarios observan un partido de fútbol. De vez en cuando alguien pide “bolea”: “¿Me lleva para la ciudad?” Donde entran dos entran más. Allá vamos. Hay que ir despacio. Los niños, la cabras y las gallinas cruzan sin mirar. El color es intenso. Las capulanas (telas típicas de la zona que usan las mujeres como prendas de vestir) parecen inventar colores nuevos. Se ven personas en sillas de ruedas empujadas por otras que no tuvieron la mala suerte de pisar una mina escondida. Me cruzo con un Pick Up tan lleno de gente que casi no deja ver el vehículo. Pasamos junto al Pemba Beach, un complejo hotelero hermoso de estilo árabe e insultantemente elegante en esta geografía. Al frente, las chabolas de caña y adobe. Más gente caminando. Mujeres, ancianos, jóvenes, militares, policías en bici. Atravesamos otro “bairro” (barrio de chozas). La gente camina con dignidad, las crianzas juegan con ruedas. Los niños siempre ruedan. Las mujeres, artistas del equilibrio portan bultos sobre sus cabezas que las hacen crecer más de dos metros. Una mujer musulmana lleva todo el rostro completamente cubierto. Se cruza con otra de escote vertiginoso. Dejamos de ver la costa y nos introducimos en la ciudad. Se mantiene el homenaje a los colores. Esto es una explosión de arco iris. Los lunes, un ejército de mujeres limpia las calles de Pemba. Muchos vecinos están sentados a la sombra. Hablan o escuchan. O simplemente están. El elevado desempleo acumula mucha gente a la sombra. Al manejar no es posible distraerse. Una rama sobre un borde de la carretera avisa de un considerable agujero que ayer no estaba. Un despiste de medio segundo puede ser una catástrofe. Llegamos al principal cruce de la ciudad. Ahí, en el suelo se adivinan unas rallas pintadas que algún día fue un paso de cebra. Ningún conductor lo respeta. Yo lo hago y los propios peatones me miran extrañados, dudan y cruzan corriendo. Un poco más allá dos niños se pelean. Se dan duro. Detengo el coche y les grito. Me miran sorprendidos. Se lanzan un último insulto y se va cada uno por su lado. O tan solo esperan a que me vaya para volver a zurrarse. Llegamos al trabajo de Edna. Nos despedimos.

Yo voy a la oficina que tengo prestada. Ahí me encuentro con Tomás. Está sonriente. Hablamos. “¿Cómo estás hoy? Bien gracias y usted. Bien ¿Y la señora esposa? Trabajando ¿y la tuya? Bien”. Y me cuenta que él es un hindú cristiano y que su mujer es musulmana “¿Y los hijos? Aún no son nada. Pero la familia de mi esposa quiere que me haga musulmán. ¿Y tú no quieres? Es que me gusta mucho el chorizo –agudiza su sonrisa pícara- y además soy fan de Deep Purple, y el rock no va bien con la religión musulmana”. Nos reímos. Llega Diaz. Está convencido de que la magia le protege. A mi no se me ocurre dudarlo. “¿Y entonces señor Carlos? ¿Vamos a ver cómo arreglamos lo de su permiso de conducir?”

Diaz me lleva de la mano entre laberínticos pasillos burocráticos. Regresamos al Palacio de las Carcajadas, la Dirección de Tránsito. Cartâo de conduçâo. Estoy frente al funcionario. “¿Cómo va? Todo bien ¿y usted? Buen gracias a Dios. Esta haciendo calor. Sí, las lluvias no terminan de llegar, bla, bla, bla…Bien, -digo apoyando las dos manos en el mostrador tras los saludos obligatorios- ¿qué tengo que hacer para conducir sin que me pongan más multas?” El calor. Siempre el calor. El funcionario tiene multitud de microscópicas gotitas pegadas en el rostro. Parece que llevaran meses ahí.

- Bueno tiene que tener un permiso mozambicano
- Perfecto. ¿Y qué tengo que hacer para eso?
- Tiene que traer seis fotos, fotocopia del pasaporte o del DIRE (Documento de Identificaçâo e Residência para Estrangeiros), fotocopia de su carnet de conducir español y la traducción hecha por el Instituto Oficial de Lenguas al portugués, un certificado médico y un certificado del Registro Criminal

Resoplo pero Diaz le da las gracias y nos vamos.

-Diaz, ¿dónde es eso del registro criminal?
-No se preocupe. Vamos a por ello

El Palacio de Justicia tiene a su izquierda una habitación con un mostrador. La oficina es amplia. Destaca una fotografía de Armando Guebuza, el presidente de la República. Una decena de funcionarios trabaja a la velocidad que el calor lo permite. Despacio. Cada mesa tiene un enorme letrero en mármol con letras esculpidas en bajo relieve: “Registro Criminal”, “Registro de Tenencia de Tierras”, “Notariado”, etc. El mostrador deja un espacio de unos doce metros cuadrados para el público. Ahí nadie jamás hace cola y siempre está a rebosar de gente. Los cuento. Cuarenta y dos personas se apretujan unas contra otras sujetando con sus manos en alto recibos, impresos, formularios. En ese universo nos tenemos que introducir. Diaz se sumerge y yo le sigo. La temperatura literalmente aumenta. De los diez funcionarios que hay sólo dos atienden al personal. El resto… Una lee el periódico, otra escribe algo, tres hablan y se ríen y dos están eligiendo un salvapantallas para el ordenador que a todas luces acaban de instalar. El notario firma y pone sellos. Hay un truco para ser atendido. Uno sencillo. Se trata de conseguir atraer la mirada de alguien de los que está al otro lado del mostrador. Para ello hay que estar ágil. Y cuando de pronto las miradas se cruzan hay que mantenerla con seguridad y levantar las cejas. El funcionario se queda ahí atrapado y en ese momento se grita “Certificado para Registro Criminal”. ¡Eureka! El funcionario se acerca arrastrando los pies. Pero… Los impresos se han terminado. “Vuelva mañana”

Apenas son las diez y media de la mañana. Tengo que ir a trabajar. Dejaré para más adelante el resto de papeleos.

El proceso para sacar el carnet de conducir mozambicano se alarga. Una vez conseguida la solicitud del registro criminal que tardará un mes en llegar me entero por otra vía que al llevar menos de cinco años en el país, el registro ha de ser español, es decir, el original del certificado de penales que quedó en migración, ya que también ahí me lo exigían debidamente traducido en el Instituto de Lenguas. Habrá más fotocopias autenticadas, certificados que faltan, traducciones oficiales, exámenes médicos, fotografías, nuevas autenticaciones, etc, etc, etc. Pero no quiero aburriros. Si todo el tonelaje burocrático termina bien, a finales de enero tendré que hacer dos exámenes de conducir, uno teórico y otro práctico para que al fin pueda cambiar mi carnet español por otro de aquí y evitar al menos así esas multas. ¿Saldrá bien? Ya lo veremos.

De momento nos vamos a ir a Dar el Salam, Zanzíbar y Maputo.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Petiscos (2)

Ocurrió hace unos meses y me lo contó mi amiga Silvia antes de marcharse de Mozambique a su Alcoy natal. Ladrones anónimos robaron todas las bombillas de la pista del aeropuerto de Nampula. Un avión que debía aterrizar estuvo dando vueltas hasta que las autoridades consiguieron hacerse con el suficiente número de vehículos que, con las luces encendidas dibujaron el pasillo donde debía aterrizar el aparato. A grandes males grandes remedios. Tiempo después vino de visita oficial el alcalde de Alcoy para homenajear a una monja alcoyana que en las últimas inundaciones salvo a varios niños. Cuando aterrizó era de día.

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Cuando se fueron los portugueses en 1975, el Frente de Liberación de Mozambique –FRELIMO-, liderado por Samora Machel se puso manos a la obra para hacer un país nuevo. Entonces, una “contra” armada y financiada por las potencias racistas de la región, Sudáfrica y Rodhesia quiso frenar la historia que se escribía en esas fechas. Se llamaba Resistencia Nacional de Mozambique –RENAMO- e impuso una guerra larga y cruel. Pensaba en eso cuando me crucé con una pescadora que llevaba una raída camiseta recuerdo de Nicaragua que algún cooperante le regaló.
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Tomás, mi amigo hindú estaba con cara de no haber dormido esa noche. Era una cara larga, triste, ausente. “La muerte” me dijo. La muerte de uno de sus palomos que había amanecido ahogado. “¿Esa cara por un ave?”. Me miró con los ojos más tristes aún. “Uno no. ¿No sabe que cuando muere un palomo su pareja se suicida porque no puede vivir sin su amado?” “Ah, ¿y entonces, su pareja también ha muerto?” le pregunté simulando preocupación. “Ese es el problema, -me dijo con un cigarro apagado entre los dedos- que era un palomo joven y apuesto y me temo que la mitad de la granja eran novias de él”. Se encendió el cigarro, me miró y no se aguantó la risa.

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José se marchó. Le esperaba su mujer en Lisboa. Este madrileño jubilado de telefónica y de los movimientos trotskistas estaba empeñado en poner sus conocimientos de gestión al servicio de algún proyecto de cooperación “que tuviera proyección social”. Pero los caminos son estrechos, la burocracia es un filtro e ir por libre puede ser sospechoso. Después de varios meses, José regresó “de momento” a Europa cagándose en el obispo y con una maleta llena de ideas que aún no pudo desembalar.

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A las siete y media me despedí de Edna. Yo me fui de papeleos por la ciudad. A las 9 me llamó por teléfono.

- ¿Dónde estás?
- En la ciudad vieja, ¿pues?
- Creo que tengo fiebre y me duelen las articulaciones. ¿Puedes conseguirme un termómetro?

Cuando eso ocurre es bueno moverse rápido. La malaria (que abunda por esta zona) puede ser como un mera gripe si se pilla en las primeras 24 horas. O puede ser mucho peor si se deja pasar el tiempo. Pasé por una ONG médica, les pedí un termómetro y llegué a su oficina. Treinta y siete y medio no es excesivo, pero conviene prevenir. Fuimos a un puesto de salud, donde por algo más de tres euros, en media hora se tiene el resultado fiable. No era malaria. La llevé a casa. Estaba un poco molida, pero no era nada grave. La cama es uno de los mejores inventos. A las horas despertó como nueva.

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Silvia regresaba a casa después de estar un año aquí. “No os voy a volver nunca más” repetía. Así es esta vida. Besos, regalos, abrazos. Al día siguiente, a los cinco minutos de despegar y cuando el avión sobrevolaba la bahía de Pemba, una explosión en el interior de aparato llenó de humo la cabina. Pánico. Terror. ¿Un motor? ¿una bomba? No, el aire acondicionado. Vuelta al aeropuerto. Me llamó, la fui a buscar. “El susto de mi vida” repetía. Me prometió que no iba a volver a decir que no nos vamos a ver nunca más.

jueves, 20 de diciembre de 2007

La risa

Fui a la Dirección de Tránsito con Díaz. Aquí nadie respeta ninguna cola. Ni en los bancos, ni en las oficinas oficiales, ni en las tiendas. La gente se atropella frente al mostrador y el más hábil, o el que tiene un amigo es el primer atendido. A mí siempre se me colaba todo el mundo. Esta vez, de la mano de Díaz me colé de un blanco que me miró con cara de pocos amigos. Le sonreí. Diaz entró a saco.

- ¿Cuántos días puede un extranjero conducir con su cartón europeo?
- Cuarenta y cinco días

Ajá! Ya sabía lo que era un “tiempo determinado”

- ¿Por menos días no se puede poner ninguna multa?
- No

Me indicó que le enseñara al agente de la ventanilla la multa. Comprobando el pasaporte quedaba claro. La multa fue puesta al mes y dos días.

- Pues sí. Está mal puesta.
- ¿Y entonces?
- Entonces qué

Cuando dije en mi portuñol de andar por casa que lo que quería era presentar una reclamación para que me devolvieran los 1.500 meticais la carcajada fue general en toda la oficina. Funcionarios, secretarias y público que esperaba ser atendido. Incluido el blanco del que me había colado. Todo el mundo me miraba y se reía. Me rendí. Cuando Diaz vió que yo también estiraba los labios soltó una carcajada sin pudor.

- Está bien, -dije- quédeselo. Como regalo de navidad.

Y la risa subió en volumen según me iba por la puerta de la Dirección de Tránsito.

Éste es un país alegre.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Nampula (y 5)

Regresamos a la ciudad de Nampula. Un atardecer rojo como el fuego quemaba el horizonte. Compartimos unas “Laurentinas” con el grupo. Andrea, vivió en Burundi cuando la matanza de Ruanda se vivió al revés, de tutsis contra hutus. Se habla de 300 mil muertos. Marco, nieto de partisano había estado antes en Sierra Leona y Liberia. Mozambique le parecía un oasis de paz. Elisa llevaba nueve años en África. Vino a Tanzania a aprender swahili. Está enamorada de Mozambique y de un mozambicano. Su madre ya no la espera. Jenny, partera vino con idea de poner su grano de arena para cambiar la realidad de África. “Y es África la que me está cambiando a mí” asegura. Gente colgada de un continente. Que no saben qué hacer cuando regresan a Italia, más allá de visitar a sus familias. Que se sienten extranjeros en casa. Que sienten no tener una casa. Que prefieren no hablar de ello.

Cenamos todos juntos en un lugar lindo llamado Copacabana. Se trataba de una amplia terraza con una fuente y mesas a diferentes alturas. La decoración, recordaba a aquella película, “Casablanca” en la que Humprey Bogart nunca dijo eso de “Tócala de nuevo, Sam”. Como la cena tardaba en llegar, pedimos unos petiscos consistentes en shamusas (una especie de croquetas triangulares hindús) y más cerveza. Cerca, un remolino de niños, cuyos padres hablaban de negocios en una mesa cercana, revoloteaban entre los camareros y las mesas. Me fijé en los chavales. Eran hindús, hijos de la clase pudiente. Aquí son los hindús los que manejan los negocios. Los niños jugaban a perseguirse. Algún camarero, sutilmente les llamó la atención. Los niños no hacían caso. Unas zapatillas deportivas que se iluminaban según corrían nos dejaban pasmados. Frente a la multitud de niños descalzos, esas zapatillas de luces intermitentes eran un despropósito. Nadie decía nada. La bulla de los pequeños subía en volumen. Sus responsables seguían a lo suyo. La tensión aumentaba, hasta que de pronto el gritito de una de las niñas, una que iba disfrazada de princesa paralizó a todo el restaurant con los pelos ya en punta. Su madre se acercó preocupada. La niña excitada señalaba el fondo de la fuente. Acababa de descubrir que ahí nadaba tranquilamente una tortuga y que varios peces jugueteaban con ella. Todos los niños, rodearon la fuente y observaron en silencio y boquiabiertos la vida submarina. Pasaban los segundos y los monstruítos seguían hipnotizados. Bendije para mis adentros a la tortuga y le deseé larga vida en el momento en el que al fin nos trajeron la cena.

Terminamos en un pub donde retransmitían el partido de fútbol Ath. Bilbao – Real Madrid. José Carlos quería que ganaran los merengues. Yo que perdieran, aunque en el fondo me daba igual. Por suerte sólo sufrimos el primer tiempo ya que en el intermedio se fue la luz. No en Bilbao, que hubiera sido noticia de primera página, sino aquí, que no pasó de ser una anécdota. Así que nos fuimos a la sauna (léase habitación) encendimos el ventilador y aunque nos acostamos tardamos en dormir. Había otras cosas que hacer.

A la mañana siguiente, salimos de la bañera que era la cama y me metí bajo una deliciosa ducha de agua fría. Desayuno, abrazos de despedida, cargar el vehículo, llenarlo de gasoil y carretera de vuelta a Pemba. Por el mismo camino. Por el único posible. Cruce de Namialo, preservativo gigantesco, mosca cojonera, río Lurio y entramos en la provincia de Cabo Delgado. Al poco atravesamos una zona en la que a los lados de la vereda se veían unas camas artesanales hechas de madera y paja. Eran camas macúas. Estaban expuestas ahí por si alguien quisiera comprarlas. Ese alguien, ese día y a esa hora éramos nosotros. Al bajarnos del vehículo dos hombres se acercaron. Uno era alto. El otro bajo. Nos sonreían. Tras ellos venían varias mujeres y un racimo de criaturas de todas las edades. Había dos camas por lo que imaginé que se trataba de dos familias. De dos negocios. Preguntamos el precio. Los dos hablaron la vez. 100 dijo el bajo. 150 dijo el alto. Éste dio un paso atrás mirando con el ceño fruncido a su compañero. Repentinamente todo se nubló.

De la estratosfera llegábamos dos blancos. Queríamos comprar una cama. Y veníamos a un sitio donde dos familias, vecinas, que compartían el mismo pozo de agua, el mismo clima, las mismas estaciones del año, la misma sombra de las acacias; donde los hijos e hijas de ambas familias jugaban juntas. De pronto se introducía en esa realidad la competencia, la ley de la oferta y la demanda. La catástrofe. Uno bajaba el precio para el turista. El otro no estaba de acuerdo. Eran semanas de trabajo ¿Se terminaba la buena vecindad? ¿Se afilaban los cuchillos? ¿Se iniciaba un conflicto que separaría estas familias? ¿Cómo dividir la sombra?

Una frase de Edna deshizo la tensión.

- Nos llevamos las dos

Todo el mundo volvió a sonreír. Tras unos segundos de silencio y miradas tensas, había estallado la algarabía. Subir las camas al pick-up era un jolgorio. Una fiesta. Una cama entraba bien. Pero dos era más complicado. Todos querían participar en la mudanza. Todos ayudaban. No teníamos cambio. Un billete de 200 y otro de 50. Aquí nadie nunca tiene cambio. ¿Cómo hacer? Bueno, eso era algo más fácil de resolver. Le dimos todo al alto con la seguridad de que no había problemas y de que ambos estaban de acuerdo en cómo repartírselo. Nos despidieron con carcajadas. Nos gritaban en macúa cosas que no entendíamos pero que sonaban amables. Por el espejo retrovisor veía a a las dos familias despidiéndonos con risas y nuestras camas bailando con los baches.

Tres horas después llegamos a Pemba con una cama macúa para regalar, cansados, sudorosos, sedientos... Nos gustó Nampula. Nos gustó el camino. Nos apasiona viajar.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Nampula (4)

El día anterior de salir para Nampula había comprado un ventilador. No lo habíamos usado aún porque esa misma noche se fue la luz. De nuevo. Nos dijeron que lo llevásemos en el viaje a Nampula ya que la habitación en la que dormiríamos era calurosa. Y menos mal. Creo que hasta los mosquitos murieron asfixiados de calor. No apagamos el ventilador en toda la noche. Y a raíz de eso y de algún que otro aire acondicionado, el caso es que me agarré uno de los mejores catarros nasales de los últimos años. Aquí, en el trópico.

Nos levantamos, nos dimos una ducha con agua fría, y nos llevaron a la cafetería de unos almacenes a desayunar. Hacía un mes que no había croissants. Pero se nos alumbraron los ojillos al descubrir… ¡Una librería! Hacía más de un mes que no veíamos una. Nos lanzamos como buitres. Nos llevamos “Pensatempos” de Mia Couto, “Niketche” de Paulina Chiziane, “O Racismo” de H. Paulino Chissico, “O coloso de Maroussi” de Henry Miller y “Grámatica Activa” de portugués, volumen dos. La librera se quedó feliz.

Pero aquí se pasa de la alegría al horror sin procesos de adaptación. Cuando salimos tan felices con nuestro tesoro, los que se abalanzaron sobre nosotros fueron seis personas. Un niño-lazarillo con una mujer que no tenía ojos, un joven con muñones como manos, un anciano con todo el cuerpo deformado por bultos gigantescos en una pierna, en el cuello y en un testículo, una mujer que nos mostraba su brazo engangrenado y un muchacho que se arrastraba en la acera sin piernas. No sé qué dimos a quien y salimos rápido del lugar, silenciosos, mirando al frente y aferrados a los libros.

Fuimos con José Carlos y Andrea (un italiano enfermero a la espera de los trámites de residencia) a las afueras de Nampula. Desde una breve loma de roca tendríamos una visión general de la localidad. Al llegar vimos que había personas sacando piedra de la piedra. Golpeando con martillos o picos. Al acercarnos, Adiza dejó de golpear para mirarnos. Sonreía. Era una mujer de edad difícil de adivinar, pero no era joven. Su marido nos pidió un cigarro. Aunque ya no fumo varias veces he pensado en comprar tabaco para poder dar cuando me pidan. Es una buena forma de estrechar contacto. Edna le dio dos (ella sí fuma). Adiza me prestó su martillo. Quería que probase. Golpeé y la piedra se partió en tres pedazos. Eso es lo que ella hacía. Bajo un sol que quemaba y sobre una roca cómplice del calor, esta mujer dividía, no peces ni panes (eso era más fácil) sino piedras para llenar cubos que vendía a diez meticais (unos treinta céntimos de euro). Le pregunté si me daba permiso para hacerle una foto. Se le iluminó el rostro.

Más tarde, el plan que nos programaron José Carlos y Andrea estaba a varios kilómetros. Iríamos al lago Nairuko y comeríamos allí. “Dan el mejor pollo de la región” nos dijo el italiano. A los pies del lago había un restaurante rústico y amplio que invitaba al apetito a ponerse en marcha. Hoy había una boda. Una boda inmensa y de alguien importante por la parafernalia que adornaba el lugar. ¿Todos los ricos de todos los países serán igual de horteras en cuanto a decoración? Terminamos de comer cuando comenzaban a llegar los invitados. Decidimos dar un paseo bordeando el lago. Prohibísimo el baño. Las aguas del Nairiko contienen un parásito que provoca la esquistomiosis. Se trata de una lesión grave cuyo origen es el siguiente: El parásito busca un caracol de agua dulce para desarrollar su primera parte del ciclo vital. Después, cuando el pobre molusco ha dado todo de sí, expulsa al okupa, y éste busca, siempre a través del agua de los ríos y los lagos a humanos con lesiones aunque sean microscópicas para introducirse en él o en ella y desarrollar ahí su segunda parte de su ciclo. Se introduce por el sistema sanguíneo, llega al aparato urinario, la vejiga y entonces provoca retención de líquidos y ante los ojos horrorizados del sujeto, orina con sangre. La esquistomiosis tiene diferentes variantes. Moraleja, antes de lanzarse al agua dulce vigilar ese peligro. Puede ser una metáfora africana. Un hermoso y apacible lago contiene un peligro del que hay que cuidarse.

De pronto unos metros más allá, sobre una de las rocas, dos macacos. Nos quedamos observándolos. Sus gestos, sus movimientos. Nos miraban sin emoción. Se rascaron la cabeza, y enseñándonos el culo se fueron. No les despertamos tanta curiosidad como ellos a nosotros.

Atardecía. Era hora de regresar a la ciudad.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Nampula (3)


El coste de un pasaje aéreo de Pemba a Nampula quedó en manos de la autoridad. 1500 meticais. Nosotros seguimos nuestro destino. Estábamos en África recorriendo en un cuatro por cuatro tierras absolutamente inhóspitas para nosotros. ¿Qué más daban 40 y pico euros de multa? Marchábamos con los ojos abiertos, ávidos de ver, con el vértigo de lo desconocido, precavidos y felices ante lo nuevo.

El mapa nos indicaba que en breve llegaríamos a un nuevo cruce. El de Metoro. Ahí torcimos a la izquierda, hacia el sur. La carretera se hacía más estrecha y los baches más profundos por lo que debimos reducir la velocidad, ya reducida de por sí. Hay quien se ufana de hacer Pemba – Nampula en cuatro horas. Incluso menos. Esos son los gilipollas que imaginando estar en un rally circulan alarmando a los pobladores rurales, poniendo en peligro sus vidas, llenando las aldeas del polvo rojo que se introduce por todos lados y no viendo más que el cuenta kilómetros. ¿Os suenan? El paisaje seguía siendo rojo y verde. Pero lo que más nos llamaba la atención era que en ningún momento dejábamos de ver caminantes a los costados del camino. ¿Dónde iba toda esta gente? ¿De dónde venía? Cargaban camas, paja, troncos, bolsos, carbón vegetal, gallinas, cabras, palanganas, plátanos. Ninguna bolsa del Corte Inglés. ¿Si se daban la mano uno otro juntarían las ciudades de Pemba con Nampula? Es posible.

Atravesamos el río Lurio, abandonamos la provincia de Cabo Delgado y entramos en la de Nampula. Estábamos a mitad de camino y eran casi las dos de la tarde. Los baobabs decoraban un paisaje hermoso y caótico. Encontramos un lugar para parar a estirar las piernas y comer el bocadillo que nos habíamos preparado. ¿Reconocéis la mosca cojonera? ¿Esa que te persigue allá donde vayas, que se multiplica por tres en el tímpano, que siempre encuentra el mordisco que vas a pegar antes que tú, que no la ves más que de pasada porque es una mancha negra que pasa volando pero que no dejas de escucharla en la nuca y que te jode ese pequeño almuerzo con el que llevas soñando largo rato? Bueno, pues ahí estaba ¡cómo no! Vas detrás de un árbol a echar el pis de rigor y evidentemente te acompaña para que no la olvides. Lo más curioso es que pares donde pares a lo largo de más de 400 kilómetros, ella siempre está ahí. Puntual a la cita.

Seguimos. La vegetación se hace más verde. Y progresivamente, sobre el altiplano, como gigantescos meteoritos caídos desde algún lugar del cielo, enormes montañas rocosas sobresalían dando a nuestro viaje un aspecto lunar. De pronto, un gigantesco preservativo se erguía fálico. Fernando, mi amigo francés enfrascado en campañas de sensibilización en la prevención contra Sida me lo había dicho, “estamos haciendo camisetas con la foto de una montaña que hay en el camino a Nampula. Es igual que un preservativo. Tenemos ya el slogan: Até a naturaleza esta de nossa parte. Usa preservativos e séja feliz”.

Una hora y media después llegamos hasta el cruce de Namialo. A mano izquierda, a una hora estaba Ilha Mozambique. Un paraíso donde iremos en unas semanas. A mano derecha a 50 minutos la capital, Nampula. La carretera ahora es mejor. Una carreterita normal, pero para las horas que habíamos dejado atrás, nos parecía una autopista.

Son más de las 4 de la tarde cuando al fin vemos el letrero de Nampula. Nos recibe un grupo de italianos pertenecientes a una ONG italiana relacionada con la presencia médica en África. Una cuadrilla de lo más diversa. Teníamos algunos encargos. En Pemba faltan algunas cosas o son a precio europeo, por lo que cuando alguien viene a Nampula se le da una lista de encargos (toallas, sartenes, cubiertos, cazos…). Antes de ir a cenar y después de una cerveza fría y deliciosa marca nacional “Laurentina” nos llevaron a un supermercado. Qué decir. Alucinamos. Era de pronto como estar en Eroski (o en la Tienda Inglesa para los uruguayos). Había de todo, filetes de ternera, quinqués, herramientas, leche de soja, sopa de tomate a 19 meticais cuando en Pemba está a 90. Y lo mejor, ¡se podía pagar con visa! Uno puede ser todo lo alternativo y anticapitalista que se quiera, pero en ocasiones tener a mano “ciertas comodidades” es eso, una comodidad nada despreciable.

Cenamos en un restaurante simpático llamado “Café Carlos”, en su terraza. Cerca de nosotros una mesa con unos franceses y el resto de los comensales personal local. Cuando llevábamos una hora nos trajeron la cena que coincidió con el sonido de los tambores. Un grupo de adolescentes, de no más de 15 años, cuatro chicas y cuatro chicos de un grupo cultural presentaban una obra de teatro que incluía baile y percusión. El tema era la protección frente a la malaria, el cólera y el sida. Nos hicieron callar a todos con su fuerza. A todos menos a uno de los franceses que de espaldas a los muchachos seguía hablando. Los tambores sonaban con un ritmo potente y los movimientos de los y las bailarinas eran un hermoso espectáculo. Mirando las caras de estos jóvenes era claro que creían en el mensaje que estaban lanzando con su arte. Redoble de tambor. En la mesa de al lado, el francés no callaba, hasta que le chisté desde mi silla. Seguro que era de los tipos que tarda 3 horas y media en venir a Nampula desde Pemba.

Nos fuimos a dormir con la promesa de que mañana desayunaríamos con zumo y croissant. A veces, la felicidad es simplemente eso, un zumo y un croissant.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Nampula (2)

Arrancamos a las nueve y media de la mañana. Salir de Pemba era fácil. Sólo había una dirección hasta el primer cruce, el de Mecúfi que llevaba a la hermosa bahía de Murrebue. Seguimos de frente. Nosotros íbamos hacia el interior. Teníamos cuatrocientos veinte kilómetros por delante. El paisaje rojo de la tierra y la vegetación quemada nos acompañaba. En la carretera había que tener cuidado. Por sus bordes caminaba toda una multitud de personas. Cargaban bultos sobre la cabeza o niños en las espaldas. Los más afortunados manejaban una bicicleta.

Seguimos y poco antes de llegar al cruce de Silva Macua una palma abierta de mano policial obligó a detenernos. La autoridad de nuevo en acción. Diaz, el nieto del hechicero no estaba cerca y yo no tenía ganas de soltar ninguna mordida.

- Su carnet de conducir es europeo y aquí no sirve
- Tengo entendido que sirve mientras tramito la residencia, mientras esté con visado de turista
- Sí, pero sólo durante un mes, y usted lleva aquí un mes y dos días

Siempre me han dado algo de rabia los agentes de la autoridad apegados con tal pulcritud a la legalidad. Pero en este caso el caballero me dejaba poco margen.

- Tengo entendido que me sirve mientras tramito la residencia.
- Ahora ya no. Ahora es sólo un mes.
- Pero ¿cómo voy a sacar el carnet mozambicano si estoy de turista?

Se fue y volvió con un libro del código donde explicaba que en los países donde no se acepta el carnet de conducir de Mozambique tampoco aquí se aceptará el de ese país una vez pasado un tiempo determinado.

El “tiempo determinado” lo determinaba en ese momento ese policía. Recordé que alguien me explicó en Maputo que antes no había problema. Que uno conducía con su carnet y punto. Pero que el día en que a un guardia civil se le ocurrió retener a la esposa de un ministro mozambicano en alguna carretera de la costa mediterránea por manejar con un carnet de conducir africano se organizó cierto lío diplomático, y el gobierno de Maputo decidió aplicar la versión “ojo por ojo” en el tema del tráfico. Tiene su lógica. Así que por culpa de un pikoleto me veía ahora haciendo malabares con un policía local.

El muy “legal” funcionario nos insinuó que podíamos “arreglarlo” ahí. Edna pidió que le diese su nombre. El tipo sorprendido se negó y no volvió mencionar las “diferentes opciones” de pago de multa existentes.

De hecho nos indicó que debíamos pagarla más adelante, en el cruce de Silva Macua, donde había un puesto policial en el que nos darían una factura con la multa.

Nos despedimos y llegamos con el resguardo al cruce que conserva ese nombre porque un portugués, un tal Silva aprendió la lengua macua. Buscamos el puesto policial. Nos lo pasamos. Regresamos. La gente nos miraba. Creo que éramos los primeros buscadores de cómo pagar una multa en todo África Austral. Un policía gordo y somnoliento frente a una casa de adobe nos dio la pista de que ese era el cuartel. Paramos. Se sobresaltó y le preguntamos “¿Para pagar una multa?” Creo que el tipo imaginó que seguía soñando porque se puso en pié pero no acertó a decirnos nada hasta que una mujer policía nos indicó con el dedo que nos acercáramos. Le explicamos, le mostramos el resguardo y sin decirnos nada comenzó ha hacer la factura. A mí me picaba el gusanillo, así que le pregunté

- ¿Cuánto tiempo puedo conducir con carnet español?
- Una temporada
- ¿Más de un mes?
- Sí
- Entonces no me tiene que poner la multa porque yo llevo bla, bla bla… y estoy tramitando la residencia y bla, bla, bla, bla…

Según hablaba, ella no dejaba de escribir y ante mi desesperación, me miró por un segundo, volvió a bajar la vista para seguir escribiendo y me dijo “Cuando regrese a Pemba busque dónde está la policía de tránsito y presente una reclamación”.

Estábamos en el norte de Mozambique regateando una multa en un paraje donde una única carretera estaba delimitada por chozas de adobe y gentes caminando con colores vivos que nos miraban como diciendo “¿qué hacen estos aquí? No pegan con el paisaje”. Apenas habíamos hecho los primeros cien kilómetros y ya eran las 12 y media. La hora en la que la sombra desaparece.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Mikel

Este sábado 15 habrá una comida a diez mil kilómetros de donde yo estoy. Alrededor de una mesa larga se juntarán hombres y mujeres descendientes de los nómadas. Hombres y mujeres que buscan cualquier excusa para viajar. Incluso su estado natural puede ser ese, no estar quietos. Las luces de navidad les asustan y se les nota en la cara cuando llevan ya demasiado tiempo por ahí arriba.

Es la gente de Banoa. Un tiempo al año salimos cada uno disparado a una región del planeta para guiar a un grupo de turistas.

Pero en esa mesa faltará el mejor de todos. Es por él la cita. Por Mikel Essery.

A “mi hermano mayor” lo conocí cuando regresé de El Salvador allá a comienzos de los 80. Él me curó algunas “heridas” y me ofreció una amistad profunda, apasionada, divertida. De esas que te alegran el espíritu. De esas que te dan la mano y que cuestionan las medidas de la distancia. De esas que llevan a la práctica la importancia de vivir con intensidad una vida que no tiene repetición.

Hace algo más de cinco meses estaba trabajando en Amnistía Internacional, en Montevideo cuando de pronto me enteré de que se había producido un atentado en Yemen y que habían matado a siete personas. Entre ellas a Mikel. Me lo terminó de confirmar Jon camino al aeropuerto. Sin embargo aún hoy me creo que Mikel puede aparecer en cualquier esquina con su moustach y su caminar a brinquitos. Me quedé paralizado días. Semanas. Hasta que pude llorar un llanto largo, un gemido de dolor que me nacía desde las entrañas.

Semanas después una nube de amigos le organizó un homenaje en el monte Urgull de Donostia. Se bailó música regee pare él. Como él quería. Tampoco pude estar. Mi duelo fue junto a Edna y entre los apus de los andes peruanos.

Mikel estuvo aquí. Visitó Mozambique. Él mismo lo contaba en una entrevista: “…Estando en Zimbabwe me aconsejaron que pasara a Mozambique y me fui en tren hasta la frontera, la cruce a pata, agarré el primer autobusito y enseguida me dio un punto pues como yo hablo portugués y la música sonaba medio brasileira entendía todo. Además me encontré con gente de raza India del Estado de Guyarat que emigraron por toda la costa africana desde Sudáfrica hasta Kenia, entonces al toparme con esa simbiosis con dos países tan queridos para mi como Brasil e India, flipé, nunca me habría imaginado a uno de Delhi “falando” portugués. Esto unido a que me contaron la historia reciente del país hizo que me encariñara…”

Mikel era así. Se “encariñaba”. Y eso hacía que se entregara entero, sin medida, sin pedir a cambio nada. Lo único, quizá papel de fumar.

El mundo es grande. Y las gentes que lo habitan tan diversas que pretender uniformizarlo daría risa si no provocara guerras y dolor. Sólo entonces se enfadaba Mikel. Cuando maldecía a los uniformizadores, a los genocidas, a los poderosos, a los dueños. A los que deciden tras el anonimato un mundo peor para la mayoría.

En el desierto sacó esa foto. Eso veían sus ojos. Con eso soñaba. Un mundo bello y al alcance de todos. Era así y así lo sigo sintiendo. Siento a ese flaco hijo del desierto “mi hermano” querido. Su energía. No puedo estar en la comida del sábado, pero brindo con vosotros, compas de Banoa por Mikel y la alegría que nos contagió.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Nampula (1)

Íbamos a ir a Nampula, tercera ciudad en tamaño de Mozambique tras Maputo y Beira y la más importante del norte del país. Quedamos allí con un amigo médico madrileño que antes vivió en Angola. La idea era ir en bus. Cuatrocientos veinte kilómetros. Casi todo el camino asfaltado. Marchábamos un viernes y regresábamos el domingo.
Primer escollo. El bus tardaba entre 10 y 11 horas. Y otras tantas para volver a Pemba. Podíamos ir en avión. Menos de una hora y 1.400 meticais cada uno, pero entonces no veíamos el camino, parte esencial del viaje. Decidido, iríamos con nuestro coche. Unas 5 ó 6 horas de camino.

Un par de días antes de salir, el coche perdía aceite de frenos. Oh! Oh! Lo más sencillo se complica y lo complicado, pasmosamente con un chasquido de dedos se arregla. Así es Mozambique. “Déjenmelo y en una hora y media vienen a por él”, nos dijo Abdul, el mejor mecánico del mundo en esos momentos. Le damos las llaves y nos vamos, pero ¿dónde? El taller quedaba en la carretera. Eran las cuatro de la tarde y estábamos sin comer. Caminando quince minutos por el borde del camino llegamos al aeropuerto. Como no había vuelos no había cafetería. “Sigan por allá y en la carretera encontrarán un restaurant” nos dijo la única funcionaria de Lineas Aereas do Moçambique (LAM) que había en el lugar.

Encontramos una caseta de adobe donde nos daban unos sándwich. Cerca, unos niños jugaban con lo que otros se aburren. Sus tesoros eran las chapas de los refrescos. Esquivando las reprimendas del camarero, las crianzas se aventuraban en la búsqueda de esos tesoros. Nos trajeron dos cervezas. Al abrir las botellas sentí en la espalda el aliento de los cachorros. Se acercaban sigilosos. Edna se puso una chapa en cada ojo. Yo la imité y nos giramos hacia ellos. Aunque no podía ver nada escuché a unos pocos metros el grito de excitación de los niños. El juego estaba abierto. Ellos a su vez nos copiaban. Parecían pequeños robots con ojos de metal. Se morían de la risa. Me pegué una chapa en cada sien. Volví a girarme. Los enanos me imitaban a una distancia prudencial para los humos del camarero que de vez en cuando les gritaba “¡Suka! ¡Suka!”, que en lengua macua quiere decir algo así como “váyanse ya malcriados y dejen de joder, hombre!”

A pesar del peligro terminamos sin contratiempo, pagamos y nos levantamos. Miré de reojo a los chiquillos. Estaban atentos a nuestros movimientos. Nos seguían. A unos metros me detuve y di la vuelta. Se pararon. Les mostré las dos chapas de nuestras cervezas y una más que había encontrado. Se les iluminaron los ojos. Se aproximaron. Las chapas cambiaron de manos y uno de ellos con una sonrisa hermosa me dijo “¡Foto!”

Posaron mejor que la mejor banda de hip-hop. Cuando se encendió el flash la algarabía fue general. Todos querían verse. Se señalaban y reían.

El coche estaba arreglado. Ya no perdía aceite. Las risas de los niños las seguíamos escuchando horas después. El viaje a Nampula comenzaba bien.

lunes, 10 de diciembre de 2007

La nana de Isabella


La esperábamos desde hace nueve meses, en tres continentes y por tres generaciones. En este día soy yo, su tía Edna, quien escribo porque Isabella ya llegó. Hoy comienza su viaje, primera estación, Buenos Aires. La arropan Julen, mi hermano lindo ojos de sol, y Gabi, su mujer hermosa ojos de mar.

Recuerdo bien la tarde de junio en la que Julen conoció a Gabriela. Pasaba el fin de semana en Donosti y yo le había invitado a cenar a mi nueva casa, para presentarle a Txarli y reencontrar a dos de mis viejos amigos que lo adoran. Él llegó tarde y despeinado, con sus zapatillas de cuadros y su sonrisa de bribón, a decir que no se quedaba a cenar. Ante mi mirada inquisidora de hermana mayor zanjó;
- Edna, no puedo quedarme. Acabo de conocer a la madre de mis hijos.
Allí comenzaba esta historia. Su historia de amor transoceánico a prueba de distancias y temores, que desde hoy viven a tres bandas.

Por fin sonó el teléfono y desde Argentina la voz emocionada de mi madre anunciando NACIÒ llegó hasta Mozambique. Entonces lo supe. Se puede querer y extrañar a alguien a quien aún no se conoce. A esa personita recién llegada, que hace que lágrimas de emoción y añoranza campen a sus anchas por mi cara, mientras me siento inmensamente orgullosa de ser la hermana de su padre. Mi hermano pequeño, el enano-pelodecaracola-zapoquezalta-ojosenormescomoelsol, que creció y encontró su camino. Estos últimos días pienso mucho en él. En nuestra infancia, en su sensibilidad casi mágica, en su búsqueda, en su risa. Y pienso que no sé cómo agradecerle su continuo amor a raudales y el regalo que es tener a Isabella también en mi vida.

Mi padre escribió hace poco que mi madre y él trataron de educarnos en el amor y alimentarnos con sabores de libertad y respeto a los demás. Ciertamente fue la dieta más equilibrada. Julen y Gabi, por su parte, ya han comenzado a preparar a fuego lento y calentito sus propias recetas de sueños cumplidos y caminos abiertos para su hija. Para que crezca querida y fuerte, valiente y libre, alegre y generosa.

Sus abuelos maternos también me contaron, antes de que naciera, que se la imaginaban morena como su padre. Yo aún no la vi, pero la siento corriendo por mi sangre, y sigo imaginándomela, sobre todo y simplemente, FELIZ.

Boas vindas, Isabella. Cada noche voy a cantarte nanas vasco-africanas para que sueñes con lo que tú quieras.

domingo, 9 de diciembre de 2007

La lista de los remedios

Me desperté con un piano encima. Me dolía la cabeza. Las piernas me pesaban varias toneladas cada una. No podía respirar a pesar del tamaño de mi miembro olfativo. Tenía un dolor generalizado. Y yo, que recordara, no había recibido ninguna paliza el día anterior en ninguna esquina mal iluminada. ¡Malaria! fue lo que me vino a la cabeza. Conseguí arrastrarme hasta el termómetro. Lo aplasté bajo mi lengua. Sudaba como una fuente y me sentía tan mal que sólo quería volver a dormir para dejar de sentir esa asfixia que me ahogaba. Saqué el termómetro, abrí un ojo como pude. Lo enfoqué en la rayita de mercurio. No llegaba a 37 grados. No tenía fiebre. ¿No tenía malaria? No supe lo que era. Abrí el cajón, saqué la lista. “Malestar general, catarro, dolor de cabeza – Analgilasa 1 cada 8 horas”. Dos días después sudaba con toda normalidad, el cuerpo no me dolía más de lo habitual y la nariz quedó despejada.

A Edna le picó un insecto en mitad de la espalda. No vimos cómo era. Pero ella pegó un grito. Era un picor diferente que le provocaba ardores, con una mezcla de calambre y agujas. La época de lluvias comenzaba, y con ella el aumento del tráfico aéreo de los insectos kamikazes. Con la linterna busqué la lista. “Picor intenso por picadura, reacción alérgica, etc, Polaramine 1 comprimido cada 8 horas…”. Ella, reacia en principio a meterse química me dijo al rato“…tenías razón. Me siento mejor”.

El hijo de Tomás, un amigo hindú, llamó a su padre. Tenía desde esa mañana diarrea con fiebre. Me miró con ojos de interrogación. Fui a por la lista. Tras consultar le di varios gelocatiles y le dije que acudiera a un médico. Quería que le diera también un fortasec. “No, eso si no tuviera fiebre. Eso dice en la lista, Tomás”. Al día siguiente bailaba de alegría. “Sólo le ha quedado un poco de dolor de barriga” me decía sonriendo, “eso que me dio le curó”.

Un día me comenzó a picar el sobaco izquierdo. Suena feo, ¿verdad? Pues peor era como picaba. Al día siguiente noté unos bultitos. Levanté el brazo, me acerqué al espejo pero no distinguí nada. Normal, la cosa iba por debajo. Lo de los bultitos era como las huellas de los topos en la tierra. A media noche me desperté sudoroso y con el sobaco ardiendo. Miré la lista “Picor en los pliegues – Fungarest pomada”. No me lo tuve que dar más que esa vez. Mano de santo.

Edna no usa lentillas para cambiarse el color de sus iris. Es miope, y sin ayuda no ve a lo lejos. Cuando una lentilla se pone rebelde o le entra una mota de polvo sus párpados sensibles se quejan. Un día amaneció con el ojo izquierdo hinchado. Mirada de esquimal en el trópico. La lista volvió a funcionar. “Conjuntivitis, ojos rojos, picor de ojos – 1 gota de oftalmowell cada 12 horas”. No hizo falta más.

Mi hermana, la doctora se hizo doctora entre embarazo y embarazo allá en Ecuador mientras conspiraba por un El Salvador libre. Pero eso es otra historia. Días antes de venir a Mozambique fuimos a una farmacia a por un kit básico de medicinas. Después me hizo la lista. Está en orden alfabético: …deshidratación, diarrea, dolor de … y junto a cada síntoma el remedio.

Pero la lista tiene un fallo. Ni en la “A” ni en la “N” vienen la “añoranza”, ni la “nostalgia” ¿Qué hago entonces cuando hecho tanto de menos a la doctora?

jueves, 6 de diciembre de 2007

La paciencia


Estos días los mandatarios de África y Europa se juntan en Portugal. La agenda está marcada.

Hace más de 32 años que se fueron los portugueses de Mozambique. Llegaron en 1440 y se fueron en 1975. En Lisboa, unos claveles en manos militares marcaban otros tiempos.

Cinco siglos de presencia colonial y Mozambique (donde caben decenas de portugales) es uno de los países más empobrecidos del mundo. La metrópoli se fue sin haber hecho casi nada, además de robar. Sin haber levantado infraestructuras que facilitaran, aunque fuera un mínimo la existencia de los que aquí nacían. Sin buscar pozos de agua para la población. Se fueron y dejaron todo tal cual. El desayuno aún caliente y a medio tomar y las estanterías sin libros de instrucciones.

Pero hubo algo que sí construyeron. Y como no se lo podían llevar, se quedaron con sus acciones. La represa de Cahora Bassa, la segunda hidroeléctrica más grande del continente africano.

Casi treinta y tres años después, hace unos días, Mozambique entera era una fiesta. Cahora Bassa pasaba definitivamente a manos del Estado mozambicano. “¡Cahora Bassa e nossa!” No fue una devolución, ni un ataque de sentido de justicia de la metrópoli. ¿Disculpas por los siglos de colonización? Treinta años de negociaciones. Unas negociaciones económicas, no éticas ni políticas. El gobierno del país africano tuvo que pagar setecientos millones de dólares para comprar el 85 por ciento de las acciones que estaban aún en manos del Estado portugués. Antes ya había pagado más de doscientos millones.

Hubo un político que destacó la importancia de esta recuperación para la autoestima del pueblo de Mozambique. Y habló de la segunda independencia. De la económica.

Ese mismo día hubo una avería (una más) de energía eléctrica y entonces, alguien cuestionó la capacidad de los mozambicanos para gestionar la empresa.

En la Cumbre Unión Europea–África se hablará de las cosas que preocupan en el norte, que no es sino algo de desarrollo económico en el sur para que no suban "tantos" africanos a Europa, los Derechos Humanos como interés de trueque, la seguridad (¿de quién?), el comercio (¿de qué?)…

Yo, por mi lado pienso en la paciencia infinita de esta gente que camina descalza.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Contarlo


Una vez más se fue la luz. Escribía con la batería que conservaba el portátil. Se fue la luz en el instante en el que por fin pensaba pegarme una ducha. Pero sin luz tampoco había agua. Así que agarré la computadora y me puse a escribir con un sudor pegajoso que aplastaba contra la piel todo tipo de insecto. Eclosionaban los muy cabrones. Horas antes había caído la primera tormenta tropical de la época de lluvias. Aún no nos habíamos levantado. Amanecía y la cascada me despertó. No fue una lluvia torrencial. Fue algo más. Una lluvia-cortina, una lluvia que aplasta, que pesa como una pared, que además huele, que casi asusta. Por suerte duró poco. Pero lo suficiente como para que todos los insectos que pican y los que no pican apareciesen en masa al atardecer. Justo cuando me iba a meter en la ducha. A Edna le picó uno. Fue un picotazo agudo que se multiplicó por la espalda en forma de numerosos alfileres. Dentro de la casa sonaban más insectos, frotar de alas, chirridos agudos, revoloteos invisibles. Sudando y a oscuras busqué una medicina para Edna. Esa noche la casa era un charco caliente y nosotros los habitantes de mayor tamaño compartiendo espacio con numerosas criaturitas. ¡Animalitos…!

La luz no volvía y yo seguía frente al Mac escribiendo sobre la perplejidad. Sobre aquellos ojos que me miraron inmóviles y fijos. Llevaba todo el día dándole vueltas a un estado de ánimo extraño que me pesaba y que paralizaba mis músculos. Me hacía preguntas desordenadas y ninguna respuesta se asomaba. Habíamos ido a Mariri, en el distrito de Ancuabe. El camino estaba salpicado de chozas de adobe y cañas. Un conjunto de chozas hace una aldea. Punto. Nada más. No hay plaza central. No hay tiendas de nada. No hay más que niños, mujeres con más niños y de vez en cuando hombres caminando. La tierra roja era de una belleza engañosa. Niños, más niños en medio de la nada. Correteando o agazapados sobre esterillas, en una tierra quemada. Con gigantescos hormigueros de termitas. Con solitarios baobabs. Con suerte, un pozo. Se sabe por la acumulación de colores. Las mujeres cargan bidones amarillos. Las telas que las cubren, llamadas capulanas son de colores intensos. Esa reagrupación colorida en un solo punto quiere decir agua. Mujeres extrayendo agua del interior de una tierra que sólo da eso y un poco de mandioca. Tierra arrasada con gentes que milagrosamente sobreviven. Llegamos para ver cómo iba la construcción de unas escuelas en ese lugar en el que antes había estado una Misión. Tras la independencia se nacionalizó y ahora se rehabilitaba con ayuda de la cooperación extranjera. No era un lugar que estuviera en ninguna ruta turística.

Caminábamos por la zona. Cerca de un pequeño lago los vimos. Nos encontramos con una veintena de personas sentadas en el suelo. Mujeres con bebés en sus regazos. Criaturas silenciosas. Hombres inmóviles. Desde el suelo, todos fueron girándose despacio para mirarnos. Vestían con colores mucho más alegres que sus rostros. Nadie decía nada. Sólo nos miraban. Ojos grandes, inexpresivos. No había nadie que nos ignorase, nadie dejaba de observarnos. Y al mismo tiempo, un grueso muro nos separaba. Un muro de códigos, de siglos, de un continente robado, diezmado, secuestrado. Un continente con más de cuatro siglos de esclavitud. Me sentí cohibido. Pasamos cerca de ellos. Les saludamos. Nadie contestó. Todos nos seguían con la mirada. Con una mirada en la que se mezclaba curiosidad y temor. Nadie sonreía. Nadie lloraba. Ni los niños. Nadie hacía el menor gesto, la menor muestra de algo. La cámara de fotos la tenía a mano, pero no podía sacarla. No podía violar esa realidad con una vulgar cámara de fotos. Esa escena no entraba es ningún aparato. ¿Quién era yo para enfocar con mi objetivo su supervivencia? Era como un rebaño de seres humanos. Un rebaño paralizado. Ocupado exclusivamente en existir. Y al mismo tiempo, seres humanos carentes de todo. Dueños sólo de las telas que los cubrían. ¿Qué pensamientos recorrerían sus mentes? ¿Cómo verían ellos a estos extraños seres blancos de pelo laceo y andar raro? ¿Y yo, dónde me situaba? ¿Qué hacía haciéndome estas preguntas?

Quizá, para eso estoy aquí. Para contarlo, a la luz de esta vela y rodeado de insectos.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Un domingo junto al Índico


No pusimos el despertador. Los domingos no lo hacemos. El calor se encarga de levantarnos antes de la ocho de la mañana. La adicción al desayuno con prensa dominical aquí desaparece. Comenzamos un nuevo día diferente. Sin cine, ni televisión, ni autopistas, ni bares. Vinieron nuestros nuevos vecinos y amigos, Viola y Fernando. No tenían aún cocina pero sí café. A nosotros se nos terminó el café, pero teníamos cocina, con gas y tubo de goma que conecta ambas cosas. Perfecto.


Domingo de desayuno lento, y sol, y caminata por el fondo marino de marea baja y lectura de libros...


Nos invitaron a ir a comer a la playa de Murrèbué, más al sur, junto a la pista que lleva a la aldea de Mecúfi. Salimos de Pemba. El asfalto desapareció. En su lugar surgió una tierra arenosa roja, como el color del atardecer. Gente delgada, alargada como pinturas de un Greco africano caminaba con bultos sobre su cabeza.


El pie izquierdo me ardía. Algo me había picado en un dedo y lo tenía hinchado. ¿Quizá la caminata marina?


Llegamos. El lugar era una bahía hermosa y solitaria, con un restaurante compuesto de una media docena de mesas de plástico sobre las cuales había otros tantos techos de paja para procurar sombra. La sombra aquí es muy importante. Todo ello sobre la misma arena. Pedimos pescado grillado. Tardarían más de hora y media en traerlo. Los únicos que tenían prisa eran nuestros estómagos. Por lo demás ningún reloj. ¿Cuándo comeremos? Sencillo. Cuando llegue la comida. Así pusimos en práctica el recurso más valorado junto con el de la sombra. La conversación. La charla pausada. Uno habla. El resto escucha. Algún rato de silencio que no genera ningún problema. Luego otro habla. Interrumpirse aquí no tiene sentido. No hay ninguna prisa.


Aparecieron más amigos, Álvaro, colombiano, Stellia, mozambicana. Es una alegría de verdad encontrarse con conocidos. Es como si el tiempo se rellenara de más contenido.


El sol se había movido un tramo largo cuando dimos el último bocado. Atardecía. Al pagar un revuelo. Alguien vio una víbora. Pensé que la cosa era seria cuando observé que la gente autóctona se alteraba. Una mujer que salía del baño con su hijo pegó un grito. El crío comenzó a llorar. Se dibujó en los rostros un miedo que me sorprendió. La serpiente era rápida. También ella estaba asustada. Sobre todo cuando recibió el primer palazo de uno de los camareros. División de opiniones. Hay que matarla. Puede morder a alguien. No, hay que dejarla en paz. Estamos en su terreno. Pero es venenosa, mortal. El hombre también es venenoso para ella. Todos hablaban al mismo tiempo. Otro palazo. Quedó inmóvil. Muerta. Cesó el alboroto, los gritos. Todo volvió a la normalidad en un sitio en el que la normalidad tiene otro concepto. Un domingo sin televisión, ni cine, ni fútbol, ni… ¿ni café? ¿No tienen café?. Vamos a casa. Tenemos cocina y ustedes café.


Y así, charlando y con un poco de whisky hablamos de arquitectura, del sida, de este y de aquel, de Colombia y otros viajes, de los Makonde y de los Makua, de las añoranzas y de otros amigos lejanos, de las plagas de elefantes y debatimos si hay que matar o no a las víboras.


Llegó la noche. El pie ya casi no me dolía. Los amigos se fueron. Leímos, escribí, lavamos a mano (no hay lavadora), Edna hizo un té, yo le di un beso. El día iba concluyendo. Poco a poco. A la vez que la luna llena emergía del fondo de un mar plateado. Sin cortes publicitarios. Y se confundían las estrellas de mar con las estrellas del cielo.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Edna


¿Soy yo el más indicado para hablar de ella? Evidentemente es la mujer más linda del mundo en todos los sentidos. Soy parcial, tomo partido por ella y lo hago concientemente y también de manera inconsciente, abrupta, atropellada. A veces, hasta me doy envidia de ser su compañero.

Nos conocimos un sábado, compartimos noche y sábanas y al día siguiente decidimos que el mundo era mucho más grande que el “conflicto vasco” y que nos íbamos a recorrerlo juntos.

Y así, entre tumbo y tumbo, de puerto en puerto, llegamos hasta Mozambique. Está a cargo de la coordinación de una serie de proyectos de una organización no gubernamental. Terreno puro y duro, morder el polvo, organizar, discutir, mano izquierda, balance, negociar con uno y con otro, volver a redefinir, marco lógico, a veces ilógico, contenido de género, traer a terreno lo planificado, hacerlo encajar, sin forzar, planes que caen en picado y sin planear, dolores de cabeza, calor, bichos, un mail de Maputo, otro de Madrid, ella aquí peleando, cabreándose, tomando aire, feliz…

Feliz por hacer lo que le gusta. Porque no está entre despachos. Porque no tiene que organizar cócteles ni darle importancia a la forma. Feliz porque trabaja con población local. Porque lo que hace sirve para algo. Feliz porque aprende lo que ya sabe sin saberlo. Feliz porque en unos días va a ser tía de una criatura que está por nacer allá, en Buenos Aires. Ese día será ella la que lo escriba aquí.

Yo la miro y rejuvenezco. Es ella y así enamora. Sin perfumes ni adornos. Tal como es. La veo caminar, decidida y a veces dubitativa. Compra un paquete de tabaco. Habla portugués. Discute con el más pintado. Se enternece y se estremece. Hace amigos donde pasa. Se hace querer sin darse cuenta.

Por ella estamos aquí. Podíamos estar en Ecuador, o en Colombia, o seguir en Uruguay. Pero se presentó África Austral. Llamamos a la puerta y se abrió de par en par, con toda una bocanada de calor tropical y olor a mango y a basura. África real. Sin souvenirs. Entró sin dudarlo.

Y aquí se mueve esta mujer. Aquí trabaja. Aunque la conozcáis, tenía ganas de presentaros a la persona más importante del blog de mi vida.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Petiscos (1)


Los árboles de Pemba tienen en su tronco lazos rojos. Manos jóvenes los has dibujado. Alertan del Sida. La esperanza de vida en Mozambique es de 38 años. Hace tiempo llegó a ser de 50. Matola lleva con orgullo una camiseta en la que se lee: “Todos somos seropositivos hasta que se demuestra lo contrario”

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¿Planchar la ropa en una región donde no se para de sudar en ningún momento del día ni de la noche? Aquí se dice “engomar”. ¿Engomar las sábanas, los pantalones, las camisas? Si, y con especial atención la ropa interior. Los que tienen plancha lo hacen. ¿Alergia a la arruga? No. Hay unos insectos microscópicos que nadie nos termina de decir su nombre, aficionados a residir en la ropa recién lavada. Muerden con saña por debajo de la piel. Sólo se les detiene con una plancha como la que nos acabamos de comprar.

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A media tarde se fue la luz. Pasaron las horas. Llegó la noche y en tres provincias del norte de Mozambique, Niassa, Cabo Delgado y Nampula la energía estaba caput. ¿Sabotaje? ¿Robo de cables? No se supo. Vino Essa, nuestro vecino finlandés. “Tengo una montón de sopa de atún que se va a estropear si no la terminamos hoy”. Dos quinqués alumbraban. Vinieron Jim y Bentinha. Mozambicano él, danesa ella. Karina preparó mate como buena uruguaya. Charlamos, compartimos, bebimos. No llegó la luz hasta la tarde siguiente. Cuando ya habíamos hecho la digestión. En las aldeas no notaron el corte de luz. Nunca han tenido corriente eléctrica.

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Existe aquí un tipo de hormiga que sabe esperar. Cuando encuentra unos pies blancos se emociona y comienza la escalada. Sin bulla, a la chita callando sube por el tobillo. Si todo va bien llama a sus camaradas de tarea. Como columna guerrillera siguen ascendiendo por el empeine, la pantorrilla, la rodilla. El incauto o la incauta mira absorto y con emoción los bailes africanos para turistas. La columna se convierte en escuadrón, y su vanguardia avanza ordenada por el muslo , y sube, sube…hasta llegar a la ingle. En ahí, en ese pliegue sudoroso, donde las hormigas abren sus fauces y se arrancan a morder. Entonces, el turista se suma al baile. En cualquier, caso podría ser peor.

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En la costa del norte de Mozambique la marea se aleja kilómetros. El fondo del mar sube a la superficie. Uno puede caminar sin bombona de oxígeno, ni escafandra entre algas, formas extrañas de rocas, anémonas, erizos y estrellas de mar, restos de corales... Y saludar a un paisano que se cruce.
- ¡Bom dia, señor! ¿Tudo bem?
- ¡Tudo bem! Neptuno, para servirle

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Hay epidemia de cólera. Al menos eso se rumorea. Hay que lavarse las manos. Tener la boca bien cerradita en la ducha. Enjuagarse los dientes con agua mineral. Vigilar lo que se come… y entre otras precauciones más, no ponerse histérico y volverse a lavar las manos con jabón.

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Cesario nació en 1966. Parece mayor. En la época de la guerra estuvo en la cárcel. No cuenta más. Me invita a su casa. Quiere que conozca a su familia. A sus tres filhas. Cobra algo más de 1000 meticais mensuales. Treinta y pico euros. Todos los días camina dos horas desde su casa, cerca del aeropuerto, hasta el trabajo. Entra a las seis de la mañana. Sale a las siete de la tarde. Cuando llega a su casa son las nueve de la noche. Habla poco. Es guardián de la enorme casa del señor obispo.


(1) Petiscos: Tapas, pinchos o aperitivos

martes, 27 de noviembre de 2007

El nieto del hechicero


Karina combatió en Camboya primero, el Congo después y Mozambique ahora. Ella es nutricionista y combate contra el hambre. Y denuncia a la multinacional Nestle que hace campaña en este continente desnutrido para sustituir la leche gratuita de las madres africanas por su costosa leche química.

Karina también es uruguaya. Nos llamó un amigo desde Maputo.

-Ustedes que han vivido en Montevideo, ¿acogerían a esta colega unos días en su casa?

Por supuesto. Nosotros acogemos a casi todo el mundo en nuestra casa. Es algo que nos hace felices. Y si esa persona es uruguaya, además nos despierta de nuevo la saudade por esa tierra planita, con gente de brazos abiertos, que toma mate sin dejar de pedalear su bicicleta por la rambla, que habla bajito y escucha, que sonríe tímidamente, como pidiendo permiso, que siempre que puede organiza un asado con la excusa de seguir hablando y juntar a los amigos. Una gente que aún anda buscando a sus desaparecidos.

Iba a buscarla. Al llegar a la altura del aeropuerto giré a la derecha y aparqué. Aún faltaban treinta minutos para que aterrizara el avión. Cuando eché el freno de mano me percaté de que había entrado en dirección contraria. Por la derecha, cuando aquí se conduce por izquierda, camarada. Bajé y me acerqué a la Terminal.

-Pss, pss! Señor venga aquí.

El dedo del policía indicaba que el tipo me llamaba seguro de sí mismo. Feliz de haberme cazado.

-¿Si?

Mientras que con la otra mano me hizo el gesto de que esperase, con la derecha seguía indicando a alguien por encima de mi hombro que también se acercara. Me volteé para mirar. Se trataba de otro policía. Al llegar a su altura se cuadró. Cosa que me hizo suponer el mayor número de rayas en el hombro del que llamaba.

-¡A sus órdenes!
-Agente, ¿no vio lo que hizo este ciudadano?

El reprendido me miró con cara de sorpresa.

-No, señor

El mando se dirigió a mí

-Dígale que ha entrado en dirección prohibida
-Si, es que ¿sabe? Me he despistado porque en mi país se conduce por la derecha y…
-Y usted no le ha visto, agente

El agente iba desde la mirada de perro sumiso ante a su superior a la de ceño fruncido cuando me miraba a mí. El caballero de las rayas en los hombros se alejó dejándome ante las fauces del policía humillado.

- ¡Déme los papeles del coche!

Fui al auto, rebusqué y los encontré.

- Ah! ¿Pero ese es su vehículo?
- Bueno, no es mío, pero…
- ¡Está mal aparcado!
- ¿Pues?
- Ese sitio está reservado para autoridades y usted no es ninguna autoridad, ¿no?
- No. Disculpe no me había fijado.

¡Mierda! Pensé. La cosa se estaba complicando. Faltaban veinticinco minutos para que llegara Karina. Le traté de explicar al agente lo de conducir por la derecha

- Pues aquí se conduce por la izquierda. Siempre por la izquierda –dijo levantando con energía el puño izquierdo

Mi cara de arrepentimiento de momento no causaba ningún efecto.

- ¡Cartâo!

Lo entendí a la primera. Me pedía el carnet de conducir. El carnet que había olvidado en casa, junto al pasaporte.

El policía me miró con los ojos bien abiertos. Incrédulo ante tantas faltas en un solo blanco. Me preguntó donde vivo.

- Me quedo con la documentación del coche. Vaya y traiga sus papeles.

Monté en el coche y apreté el acelerador. El avión de Karina estaba acercándose. Tomé un atajo. No se me pinchó ninguna rueda. No me paró ningún policía por exceso de velocidad. La única novedad es que en esta ocasión no le paré a una persona que hacía autostop.

Llegamos al aeropuerto a la vez el avión de Karina y yo cargado de documentación en regla.

- Tenga

El señor de la gorra de plato miró detalladamente el carnet de conducir. Después de un rato en el que yo estiraba el cuello para ver si aparecía alguna mujer con pinta de uruguaya, el agente sentenció

- Por aparcar en sitio prohibido son 300 meticais. Por no llevar la documentación de tráfico son 400 meticais. Y por ir en dirección contraria otros 700 meticais. En total 1.400 meticais.

Mis ojos de cordero degollado comenzaron a ponerse en marcha.

- Pero se lo voy a dejar en 1.000. Y hasta que pague me quedo con la documentación
- Gracias. ¿Y cómo hago para pagarle?
- Puede ir a la Central o pagar aquí
- Ok, ¿puedo acercarme un momento a ver si encuentro a la persona que vine a buscar?
- Claro, vaya.

No había aún nadie con mate que tararease a Zitarrosa. El calor no daba tregua y en la salida de la Terminal nos arremolinábamos unas treinta personas sudorosas. Alguien me tocó la espalda. Era Díaz. “Todos os dias, Díaz está pronto para servir a você”. Nos saludamos con alegría y preguntando si todo está bien. Le conté mi “aventura” policial.

- ¿Quién es?
- Aquel que está allá. El que va de blanco. El gordito.
- Ok, déme 500 meticais.
- Toma
- Eso son 50
- Jodé, es verdad. Aún no conozco bien lo billetes.

Se rió y marchó hacia el agente. Con un ojo estaba atento a la salida de pasajeros. Y con el otro le veía a mi amigo charlando sin economía de gestos con el funcionario. Me imaginaba la conversación: “Agente, ya sabe cómo son los blancos, un poco bobos. No se dio cuenta, es un despistado, pero no es mala gente. Aunque sea blanco no tiene dinero. Mil meticais es demasiado. Seguro que en algún momento le puede hacer algún favor. Déjelo en 400 y lo zanja ahí. No es turista. Trabaja aquí.” Algo así me imaginaba cuando vi a una muchacha con cara de ser del barrio de La Teja de Montevideo.
-Hola, ¿eres Karina?
-Sí! ¿Y vos sos Carlos?

Cuando nos íbamos a dar un beso a modo de saludo, Díaz me volvió a tocar la espalda con toda la documentación recuperada.

- Ya está, tenga
- ¡Díaz! Muchas gracias. Te debo una

El policía se aproximó sin rastro de los 500 meticais pero con la mano extendida

- Anibal Gutierres, para servirle. Y ponga atención al conducir, señor
- Sí, si. Claro. Gracias señor.

Cuando íbamos para la ciudad Karina me preguntó qué había sido todo eso.

- ¡Ah!¡Mi amigo Díaz! Tuvo un abuelo que era hechicero. Y él a veces también hace magia -le respondí feliz y atento a mi izquierda.