viernes, 18 de enero de 2008

Fabiana

La noche del viernes al sábado, a las cuatro de la mañana hubo un robo. Unos malandrines con más hambre que miedo arrancaron el bolso a una señora y fueron corriendo a un vehículo que los esperaba. Aceleraron, pero un paisano los vio. Se agachó, agarró una piedra y se la arrojó. Pleno al quince. El coche fue a empotrarse contra la farola de luz que llevaba energía eléctrica a nuestra casa de huéspedes. Consiguieron huir. Así que comenzamos el fin de semana. Sin luz. Y sin Internet. Una vez más. Fabiana nunca se enteró.

Amor, nuestra hada madrina nos propuso una visita a los diferentes mercados de la ciudad. Y así lo hicimos. Sin prisa. Primero fuimos al de artesanía. Es decir, el de los turistas. Lo menos agradable de este mercado era la pesadez con la que los artesanos insistían en que comprara. “Mis batics están de oferta. Luego no tendrá ese que es el que más me gusta. Mire sin compromiso. Compre por amistad”. Los jóvenes mostraban su mercancía con una insistencia cansina y si reducía el paso la insistencia se hacía mayor. “Amigo, mire, tengo el mejor precio”. Si no se va a comprar es mejor dejarlo claro con determinación desde el principio. En alguna ocasión llegué a molestarme con un tipo que me decía que si no le compraba no me parase a mirar. Nos gruñimos un poco y dejamos claro que no nos haríamos amigos. Al menos no ese día. Pero también había artistas tranquilos. Uno de ellos, Isaac, fabricaba instrumentos de música. Estuvimos charlando una rato con la tranquilidad que da la falta de ansiedad. Me prometí a mí mismo volverle a visitar la próxima vez que venga a Maputo. Mientras, Edna y Amor miraban pendientes, pájaros de madera, de alambre, muñecas de tela. Compraron un poco de todo. Lo que más me llamó la atención fueron unas reproducciones en miniatura de escuelas y de mercados tradicionales. Fabiana no estaba ahí para verlo.

Más tarde fuimos al mercado central. Había todo tipo de verdura. Pero la epidemia del cólera aconsejaba extremar las precauciones. Se trataba en cualquier caso de un mercado en el que se mezclaban frutas con productos de droguería, más artesanía, ganchos para el pelo, películas de dvd, etc. Aquí no había turistas y nadie insistía en que compráramos. Nos sentimos muy a gusto.

A la hora de comer nos juntamos con Josep, un catalán que nos llevó al Mercado do Peixe, cerca de la playa. Allí se compraba pescado vivo para que un restaurante popular lo cocinara. De nuevo los vendedores de artesanía iban de mesa en mesa con cuadros, collares, esculturas de ébano. De pronto aparecieron un par de jóvenes con Fabiana. Josep la compró por 800 meticais. Entregó dos billetes de quinientos, pero los 200 de cambio nunca aparecieron. No le importó. Había salvado a la tortuga de convertirse en sopa. Fabiana, se colocó entre Amor y yo.

Lo que prometía ser una deliciosa comida se transformó en otra cosa. Las moscas estaban al acecho y cuando olieron la bandeja de camarones y lulas que nos trajeron, también ellas se lanzaron a almorzar. Fabiana tenía sus propios planes. ¿Quién dijo que las tortugas son lentas? Pesaba considerablemente y luchábamos contra su tozuda insistencia en huir. Evidentemente éramos el atractivo de todos los jovencitos vendedores que habían dejado de ir de mesa en mesa para rodear la nuestra y contemplar el espectáculo. Las moscas seguían a lo suyo, y mi apetito apenas se mojaba con la cerveza. Era un sábado divertido.

Más tarde fuimos con nuestra nueva amiga a una cafetería de la playa. La tortuga parecía preocupada. Yo creo que no terminaba de entender que le esperaba una placentera vida en el jardín de la casa de Josep. De hecho, los dos se fueron temprano a iniciar su nueva vida en común.

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