miércoles, 27 de febrero de 2008

Fechicería celular

- ¡Le voy a cortar un trozo de oreja!

Miré a Diaz sin saber muy bien si hablaba en serio o en broma. Ante mi cara de estupefacción él insistía.

- Es mi derecho. La policía me ha preguntado qué quiero y yo quiero eso. No la oreja entera, pero sí un trozo, aunque sea pequeño.

Semanas atrás, Diaz me había pedido un favor. “Por fin –pensé- después de todos los que me ha hecho él a mí”. Yo iba a Maputo, y aprovechando aquel viaje quería que le trajese un teléfono celular. Según él, allí eran más baratos. No se podía gastar más de dos mil meticais y lo quería con cámara de fotos. Lo necesitaba, porque el que tenía estaba para el museo de antigüedades.

Miré y remiré y por ese precio no había ningún teléfono con cámara de fotos en todo Maputo. Una vez más, fue Edna la que encontró la solución. Ella tenía un teléfono de esas características guardado en un cajón de casa. Se trataba del que usaba en España. Por su parte, Sabulía, el guardián también nos había pedido que le trajésemos un móvil. Él no precisaba sofisticaciones fotográficas, pero lo más que podía pagar eran seiscientos meticais. Sin embargo lo más barato que encontré era justo el doble, mil doscientos. Mientras que cuatro mil era lo más económico para el que quería cámara de fotos. ¿Solución? Le pasábamos a Diaz el de la mesilla por seiscientos meticais, con lo que completábamos lo que Sabulía no podía pagar. Así todos salían ganando. Perfecto.

Sabulía recibió su encargo con una sonrisa mayor que su expresión de buena persona. “Pero este mes no les podré pagar”. Diaz se convirtió en el hombre más feliz de su barrio. No paraba de sacar fotos a todos los vecinos. Hasta que tres días más tarde, y pendiente aún del cobro…

- Señor Carlos, ha ocurrido una desgracia terrible.

Aparté la computadora intrigado.

- ¿Qué pasa Diez?

El hombre mantenía un gesto que nunca le había visto antes. Agarró una silla y se sentó apesadumbrado y mirando al suelo. Por un momento me alarmé.

- ¿Diaz, qué ocurre?
- Una desgracia total. No sé cómo explicarle

Seguía mirando al suelo, pero comencé a percibir una ligera sobreactuación.

- No sé cómo decirle.
- Pues diciéndolo Diaz. ¿Qué pasa?
- ¡Me han robado el teléfono!

Para mis adentros respiré. Y a partir de ahí Diaz fue un torbellino de explicaciones. Había descendido del vehículo. Llevaba el teléfono en el bolsillo. Y al agarrar una caja le había parecido que algo había ocurrido. Al regresar se tocó el pantalón pero el bulto del celular había desaparecido y junto al coche no había nada. Pero el guarda de la oficina donde había llevado el encargo no se había movido de ahí y aseguraba no haber visto nada. Sin embargo, Diaz estaba convencido de que tenía algo que ver y con esos poderes extraños que yo no aseguro que no tenga, él percibía que ese guarda… ummmmmm…!

- Bueno Diaz, vaya susto me ha dado. Creía que le había ocurrido algo peor.
- Pero esto es muy grave. Ese guardia cabrón me ha robado y lo niega.

Me hizo gracia cómo utilizó el término “cabrón” en castellano castizo. Desde ese día, cada vez que coincidíamos se mostraba como el mozambicano más desgraciado “por culpa de ese guardia cabrón”. Fue a contratar a un fechizeiro especialista en la recuperación de artículos robados, pero el día anterior se había ido a Beira. Pagó a unos amigos para que vigilaran al vigilante. Yo le animé a que se olvidara del asunto y que evidentemente se olvidara también de pagarme nada.

Esa mañana entró en la oficina en la que me encontraba trabajando. Y colocando delante de mis narices el famoso teléfono móvil echó una carcajada que retumbó en toda la ciudad. La vigilancia había terminado por dar resultado. Alguien había escuchado al guardia hablar con su cuñada por teléfono. Al parecer todo el mundo sabía que la cuñada no tenía teléfono y entonces, ¿con qué aparato hablaba? Visitaron al guardia, le amenazaron y como el hombre no soltaba prenda avisaron a la policía. En la comisaría terminó de aclararse el asunto. El hombre confirmaba que le había vendido a su cuñada un teléfono que “se había encontrado” en el suelo. Devolvió el artefacto y asunto concluido. Pero para Diaz no estaba concluido. Él quería que la comunidad supiera que ese guardia era un ladrón. La policía le preguntó qué era lo que quería. Y Diaz les explicó que un trozo de oreja para añadirlo a su llavero. “Y así, cuando me lo cruce en la calle ese hombre sepa que un trozo de su oreja lo tengo conmigo. Así estaré protegido y todos sabrán que es un ladrón”.

Le escuchaba con la boca abierta y la sonrisa congelada. Me miró divertido.

-Ya sé que usted no entiende, –
me dijo- pero es mi derecho.

No le volví a sacar el tema. Hoy a la mañana, y sin que yo le recordase nada, me ha pagado los seiscientos meticais. Se los he cogido con un poco de temor, sin preguntar y sin querer mirar el llavero que tenía en la mano.



domingo, 24 de febrero de 2008

El nacimiento

Eran las siete menos cuarto de la mañana cuando me levanté y fui al baño. Le di al interruptor, pero la bombilla siguió durmiendo. En la cocina tampoco había luz. Sin energía, carecíamos de agua, ya que una bomba eléctrica es la que la extraía desde un pozo hasta nuestras tuberías.

Un amigo me envió un mensaje al móvil “La fuente central de energía de Pemba se ha averiado”. Puse la radio de pilas. Estaba muda. ¿Toda la ciudad sin luz? Unos minutos más tarde, otro mensaje (las llamadas no entraban) me informaba, a modo de consuelo “Va a ser un día difícil. La avería es en todo el norte del país” .

Así pues había que organizarse de otra manera. Adaptarse a las circunstancias. Cambiar horarios. No sabíamos cuánto tiempo duraría la situación. Cuántos días.

Lo único que teníamos era el tanque de gasoil del coche lleno, batería en la computadora para una hora y la de los celulares a medio cargar. Fui a la ciudad. Estaba a siete kilómetros. En gran medida la vida seguía con su tónica habitual, con la única diferencia de que a las entradas de algunas oficinas había más gente que en otras ocasiones. Otras (banco privado, clínica, casa del Gobernador y poco más) tenían un generador propio que aseguraba la continuación de la vida “normal”. Pero en la mayoría de Pemba nada había cambiado. La energía eléctrica nunca ha llegado a los barrios.

Lo que sí llegaba era la lluvia. Y el cielo estaba adquiriendo un color peligroso. Comenzó a soplar un viento que no auguraba nada bueno. De repente llegó la noche, y un relámpago fue el comienzo de un espectáculo de pavor. Mientras íbamos para casa las ramas de las palmeras y las vallas trataban de resistir lo que era la cola de un ciclón que venía de Madagascar. Allí había dejado 22 víctimas mortales. Se abrió una presa desde el cielo y el agua cayó como a machetazos. En unos segundos todo se inundaba. Pero nadie corría. Era como si la gente estuviera acostumbrada a la resignación.

Llegamos a casa sorteando lagunas. La situación era medieval. Ni luz, ni agua, lloviendo sin tregua. No teníamos otra opción que contemplar desde la puerta un espectáculo que a escasa distancia estaba siendo un espectáculo de muerte. ¿Qué sería de César? El perro de un vecino se había vuelto loco de miedo.

En esa situación, con una tormenta que anunciaba el fin del mundo sólo quedaba escribir ésto a mano a la luz de un candil o releer algún libro de los ya leídos que a estas alturas son todos. Cenamos algo frío y decidimos despedir el día antes que otras veces.

A la mañana siguiente lo que me dejó absolutamente absorto y me arrancó sin miramientos la angustia del día anterior fue volver a ver a la gente caminando con sus colores de alegría a la luz de un sol hermoso saludándose con una sonrisa que nunca entiendo desde dónde les brota con tanta facilidad.

Aquí cada mañana anuncia con una fuerza desconocida el final de la oscuridad y el nacimiento radical de la vida.

jueves, 21 de febrero de 2008

Música maestro!

Fernando no ocultaba el vértigo que le daba estar frente a veintidós niños y niñas. Cuarenta y cuatro ojos grandes que no le quitarían la vista de encima. ¿Cómo empezar? Fernando es un percusionista francés en las formas y colombiano en el fondo que trabaja como logista en una organización no gubernamental. Fernando es mi amigo.

Ese día me invitó a ir a un encuentro con Imamo Age uno de los mejores músicos de Cabo Delgado. “Hay veintidós crianças pendientes de recibir clases de percusión. Y yo creo que usted, señor Fernando es la persona adecuada”.

Para llegar a la choza que hacía las veces de escuela de música tuvimos que perdernos entre las calles de tierra del barrio de Natite. Con Imamo Age estaba Ferro, su ayudante, entrado en alcohol. Repetía las palabras del maestro a modo de eco y estaba empeñado en dedicarme la canción “Un canto a Galicia”.

“Aquí les enseñamos solfeo, teclados, guitarra. Y también queremos hacer un estudio de grabación con sus auriculares, micrófonos y todo” Daba ternura ver a este hombre enfermo de música explicar con esa pasión proyectos tan titánicos para un barrio de caña y paja.

Sin haber aún concretado los términos de la propuesta comenzaron a tocar la canción que daba el nombre a la escuela “Dunia” y que en lengua macua quiere decir “Mundo”. Ahí estábamos, en un punto microscópico del mundo, escuchando el tema “que me lanzó a la fama en Mozambique años atrás”. Fernando agarró la darbuka que llevaba con él y les acompañó. El entusiasmo aumentó y un enjambre de niños comenzó a asomarse a esta universidad de música atraídos por la fiesta.

La segunda canción fue otro intento de Ferro de arrancarse con “Un canto a Galicia”. Entonaba casi peor que yo, pero tocaba los teclados con talento. El maestro Imamo Age terció a favor de nuestros oídos y decidió el siguiente tema. El estribillo decía “rico e pobre, branco e preto, tudo o mondo ten direito a amar e ser amado… a amar e ser amado”. El final de la melodía se mezcló con la explicación de su compositor. Nos contó que cuando terminó el servicio militar estuvo enamorado de una jovencita. La familia aspiraba a casarla con algún hombre de dinero y no con un pobre músico de Pemba como él.

A estas alturas, el público menudo había aumentado considerablemente, pero aún no se había comenzado a concretar la “aportación” de Fernando a la escuela. Ferro insistía entre tema y tema con su “Canto a Galicia”.

El tiempo nos sobrepasó y al final se quedó en que todos los viernes, de 15 a 17 horas Fernando tendría delante de él veintidós criaturas con sus cuarenta y cuatro orejas dispuestas a aprender qué es eso de la percusión y a ponerla en práctica. Nos despedimos de los niños, de maestro y de Ferro, que en la distancia seguía tratando de entonar sin conseguir su “Canto a Galicia”.

Jodé, tío –me dijo Fernando más tarde- no sé si voy a ser capaz. Para mí es un reto” Con una cervezas “laurentinas” estuvimos hablando de la percusión y de la metodología de enseñanza. Y en la charla, entre sorbo y sorbo salieron ideas y métodos. Llovieron propuestas, sueños y transformamos las botellas de agua de cinco litros en estupendos tambores. “¿Sabes? –me dijo más tarde en un ataque de entusiasmo- creo que voy adelante con el proyecto”. Lo celebramos brindando con más cervezas y entonando entre risas etílicas “Un canto a Galicia”.

martes, 19 de febrero de 2008

Hoja de calendario

El día termina. El calor del final de la tormenta empapa el sueño. Cerramos los libros y los ojos. La luz se apaga. Últimas frases. Planes y estrategias. El trabajo no cabe en la cama. Los amigos sí. A lo lejos se escucha el oleaje del Índico y ritmos de ceremonias prohibidas para nosotros. Buenas noches.

Me cruzo sobre un puente con antiguos conocidos. De esos que se quedaron en el camino, por desencuentros o malos entendidos. Y nos hablamos en portugués. Y nos gesticulamos con toda la cordialidad que da el frío del pasado. Y nos deseamos buen camino en caminos diferentes. Desde el otro lado del río, ciertas mujeres me miran como si nada hubiera pasado más que el tiempo. Unas piden disculpas y no les creo. Otras me miran con ojos tiernos de despedida.

Mi padre dirige una orquesta y envejece hecho un chaval. Mi hermana me saluda desde un globo, camino al centro del mundo. Un baobab se estira para saludarla. Me arrasco el pecho.

Giro sin darme cuenta y otros amigos se ríen de verme en Cádiz y en Rentería y Edna me mira de reojo sabiéndose linda a mis ojos y a los ojos de otros a los que miro de reojo. Y entonces un hechicero me abraza en una explosión de carcajadas mientras navegamos en un dhow gigante por una avenida del centro de Montevideo donde mi amiga Felicidad disfruta de su nieta y me la muestra orgullosa y Fede canta un tango con sabor a chimenea encendida a la entrada de la oficina de Amnistía Internacional. El pecho me escuece. Natalia me abre la puerta y cientos de ojos mozambicanos me observan entrar en la habitación donde enrredado en el traje de novia que es la mosquitera
me despierto sudando mientras me arrasco.

Abro los ojos y veo que una pequeña araña se va después de haberme dado un mordisco de buenos días en el pecho.

Voy a la ducha. Feliz y temeroso de vivir en África.

viernes, 15 de febrero de 2008

Noticias huérfanas de diarios

El periódico español más “serio” se olvida de que África existe. Tienen secciones de América, Oriente Medio, Europa… ¿Cuántos países tiene el continente africano? ¿Dónde queda Gabón, Zambia o Botswana? ¿Alguien ha leído en algún diario que semanas atrás un terremoto mató a más de cincuenta personas en la frontera de Ruanda con la República del Congo? Incluso, toda la información de la Copa de África se reduce a que Eto’o regresa a Barcelona lesionado. ¿Cuántos africanos hacen falta para que valgan lo que un europeo?

Muchos africanos emigran. Los que intentan ir a Europa son una ínfima minoría. África es un continente de pueblos en movimiento. Caminan en fila. Cargados de mercancías escasas sobre sus cabezas. Pero caminan. Se mueven. Dentro del continente africano la gente migra de sur a sur. Sin embargo, en Europa gana más votos el que más alto y más veces miente con alarmantes avisos de invasión.

Miles de trabajadores mozambicanos son expulsados de Sudáfrica y cientos de zimbawuanos o guineanos son expulsados de Mozambique. La falta de unos papeles que no se dan mantiene a la gente encerrada en fronteras postcoloniales.

¿Tanto alboroto por unos pocos africanos que intentan ir a Europa? ¿Tanta hipocresía? Ahora Europa quiere fichar a todos los extranjeros. Un tal Adolfo de bigote cortito se frotaría las manos.

La verdad es una de las primeras víctimas mortales en esta era de la revolución tecnológica. Queda enterrada bajo toneladas de chismes mostrados en celofán o directamente con mentiras. Para conocer ciertos asuntos hay que empeñarse a fondo.

En Mozambique no hay tanto ruido informativo, pero hay noticias que apenas se saben. La supervivencia en el día a día ocupa los esfuerzos de un alto porcentaje de la población.

La revuelta que se vivió la semana pasada en Maputo contra la subida del transporte se cobró varios muertos. ¿Cuántos? Se habla de dos con nombre y apellido. Dicen que tres. Hay quien asegura que fueron seis. Lo cierto es que la policía utilizó fuego real y el Hospital recibió cerca de una centena de heridos de bala. El descontento por la subida de los precios se está extendiendo a otras localidades.

En un ataque de empatía, un embajador europeo presentó su pésame al gobierno mozambicano por las víctimas mortales de las inundaciones cuando aún no había muerto nadie. En estas fechas sí. Pero más que ahogados, hay víctimas por ataques de cocodrilos que ven ampliar su territorio con el desbordamiento de los ríos. El desastre está siendo en destrozos de cosechas.

Una monja española fue amenazada de muerte tiempo atrás. Había denunciado la continua desaparición de personas para utilizarlas en el tráfico de órganos. Es un secreto a voces no publicado en ningún sitio que en Mozambique desaparecen niños. Sus destinos principales son Maputo, la capital y Sudáfrica. Hace una semana la policía detuvo un camión que transportaba cuarenta criaturas en la región de Inchope. Un telón de silencio siguió ese hecho.

Pero también hay buenas noticias que no son lo “suficientemente importantes” como para que aparezcan en los medios. En uno de los países de mayor porcentaje de personas con VIH-SIDA, Sudáfrica, la venta de preservativos aumentó un 55% el año pasado. ¿Algún jerarca eclesial tiene algo que decir?

Las cosas ocurren. Aunque no haya luces ni cámaras. Aunque en los periódicos “serios” África sólo sea un anuncio de Agencia de Viajes.


miércoles, 13 de febrero de 2008

Haciendo amigos

Teletrabajo. Es decir, trabajo en la distancia a través de Internet. Y estoy en la provincia de Cabo Delgado, frontera con Tanzania. Eso me ha obligado a ingeniármelas para conseguir una conexión adecuada. En casa tenemos una línea telefónica anterior a la Perestroika. Por ello, todas las mañana son una prueba se suerte. ¿Habrá energía en la oficina A? ¿en la oficina B tendrán hoy la línea libre?¿estará abierto el local C?

Aparcaba el coche pensando en eso cuando de pronto oí un ruido. Por el espejo retrovisor ví a un tipo con cara de pánico.

Bajé. Le había dado a la moto con el guardabarros y le había roto la matrícula. El hombre estaba nervioso. Mis intentos por calmarle no conseguían nada. “Disculpe, no le vi. La culpa es mía. ¿Está bien?” Sin escucharme miraba desconsolado la matrícula de su motocicleta, único desperfecto. “No se preocupe, tengo seguro y…” De pronto me miró y alarmado me dijo que no quería nada con la policía. Que el seguro demoraba todo mucho. Más de seis meses.

Estábamos en época de lluvias. En el trópico, cuando llueve no es broma. El cielo se puso más oscuro que una mina de carbón y un viento ligero fue el anticipo de un rayo al que le siguió un trueno que nos dejó sordos. La cara de mi “atropellado” me hizo ver que la magia negra no andaba lejos. Comenzó a llover como si se cayera el cielo. Y en ese instante, en ese preciso momento, como no podía ser de otra forma, apareció mi amigo Diaz. Corrimos bajo un árbol cercano.

- ¿Qué pasó don Carlos? -me preguntó con un evidente tono de burla.
- Que le he roto la matrícula a este señor. Y le estaba diciendo que mi seguro lo cubría.
- ¿El seguro? – y se echó a reír, cosa que relajó al dueño de la moto y me desconcertó a mí.
- No, don Carlos. Aquí el seguro es para cosas serias. Si usted quiere usar el seguro tiene que venir la policía, levantar un atestado y seguir un procedimiento que puede llevar meses.
- Ah, y ¿entonces?
- Déle el coste de la matrícula y ya está. Esto es…mmmm! Unos cuatrocientos meticais.

Miré al tipo. Estaba más tranquilo. Aunque tan empapado como yo. Le pregunté si le parecía bien. Me contestó que sí. Yo tenía un billete de 500 y él no tenía cambios. Le di el billete y le dije que trabajaba en la oficina de aquí al lado. Y que si le venía bien me podía traer las vueltas cuando comprara la matrícula. Nos dimos la mano. Me dijo, sonriendo por primera vez que su nombre era Silvino.

La lluvia era tenaz, pero mi humor estaba en forma. No sé, pero aquí todo es contradictorio, loco, absurdo, difícil de explicar. Llueve, todo está inundado, pero los bomberos no salen de su local. Los niños caminan descalzos, pero sus miradas son la más hermosas del mundo. El cielo es gris-miedo en esta época de tormentas y las mujeres visten unas capulanas que colorean hasta el color. Amenaza la malaria, tenemos epidemia de cólera y la gente se saluda con sonrisas y abrazos, como si Mozambique hubiera ganado la Copa de África.

Cuando llevaba dos horas trabajando con una conexión que ese día iba muy bien, llamaron a la puerta. Abrí. Silvino me traía 150 meticais que habían sobrado.

Le di la mano agradecido ya que, sinceramente, pensaba que ya no le volvería a ver.

- Muchas gracias Silvino, y de nuevo disculpas.
- Gracias a usted –me dijo-. Otro blanco se hubiera ido.

No reímos. Ahora nos vemos a menudo y nos tomamos el pelo, yo a él menos que él a mí. Aparca su moto sin matrícula cerca de mi coche. Mozambique también es así. De un accidente nace un amigo. Aunque llueva.

sábado, 9 de febrero de 2008

Ilha Moçambique

Los árabes llegaron en el año 900. Seis siglos más tarde, los colonos portugueses los expulsaron y se hicieron dueños de lo que tampoco era suyo. Nos encontramos es uno de los lugares más legendarios del norte del país. Punto donde convergieron navegantes chinos, hindús, europeos, árabes. Fue capital del país antes que Lourenço Marques, la posterior Maputo. Ilha Moçambique es una isla de 400 metros de ancho por cuatro kilómetros de largo. Está unida al continente por un curioso y estrechísimo puente de tres kilómetros. A nuestra llegada, un atardecer de lujo anaranjaba y enrrojecía el cielo. El mismo que vemos Oscar y yo.

El entorno es de una belleza difícil de adjetivar. Playas vírgenes que se visitan con los dhow, los barcos de vela más hermosos del mundo. Rincones mágicos para el submarinismo. Aguas tan trasparentes como el oxígeno.

La ciudad, ¿cómo lo diría? Es un decorado de postguerra. Su arquitectura da muestra de una prolongada presencia colonial. Una localidad de edificios decadentes, desgastados, carcomidos. Dentro de sus paredes de piedra hay supervivientes alrededor de pequeñas hogueras. No se escuchan ráfagas ni cañonazos. Las bombas del tiempo son silenciosas. Ahí está el hospital más importante que tuvo África. Hoy, entre sus columnas enmohecidas y paredes sin restaurar dormitan los enfermos a la espera cualquier milagro.

Nos alojamos en la posada Casa Gabriel, un arquitecto italiano que lleva casi una década aquí. Uno de esos curiosos seres que es capaz de convivir a un palmo de la miseria y dormir a pierna suelta. Pero un tipo simpático y acogedor. Su pensión nos reconforta después de seis horas de viaje desde Pemba. Se encuentra a diez metros de la Mezquita. Su ulema nos recordó a las cuatro de la mañana a través de los altavoces que Dios es Grande. Ahora que el papa católico acaba de decir que el infierno existe y es un lugar físico, no me atrevo a cuestionar asuntos de tamaño.


Al día siguiente alquilamos un dhow. La tripulación la componían Mamude (el relaciones públicas), Zè (el capitán de 19 años que sólo hablaba cuando era necesario que el pasaje nos sentáramos a un lado o al otro de la embarcación para facilitar las maniobras), Salufa (el segundo a bordo) y Yusuf (un simpático marinero principiante). Los pasajeros éramos Viola, Fer, Edna y un servidor. Fuimos primero a Carrusca. Una playa con una piscina natural entre rocas. He de reconocer que soy un soberano miedoso con el agua. Sin embargo, esta vez, me puse las gafas de bucear y nadé entre peces de los colores más hermosos. Me encantó la experiencia. Volvimos al dhow y fuimos a Varanda, otra playa donde un restaurante nos invitó a sentamos a comer. Cuando llevábamos más de una hora y varias cervezas esperando al pescado, le dijimos al camarero que teníamos algo de prisa, ya que la marea bajaba y nuestra embarcación debía de salir. “Aún no han empezado a hacer lo de ustedes” fue la respuesta. Un turista con prisa y quince días de vacaciones hubiera montado un follón de campeonato. Nosotros, en nuestro proceso de adaptación nos fuimos con el estómago triste y la cabeza alegre por las cervezas. Tuvimos que caminar largo rato entre los manglares ya que la embarcación había debido retirarse a la par que la marea. Teníamos el viento en contra, pero la pericia de nuestra tripulación consiguió regresar al puerto de Ilha a punto de anochecer.

Al desembarcar nos esperaba Dominão, un jovencito de diez años. “Quiero que me regale unas sandalias” me dijo. Miré sus pies descalzos. Obviando toda reflexión acaté su requerimiento.

Nos acercamos al jardín de la memoria. Un patio financiado por la UNESCO que recuerda que este lugar fue uno de los principales puertos de tráfico de esclavos. Una placa cuenta que “…centenas de milhares de mulheres, de crianças e de homens transitaram pela Ilha. Eles eram armenazados, vendidos e depois levados à várias partes do mundo, como às Ilhas do Océano Índico, América do Sul e do Norte…”. Antes, este “viaje” era obligatorio. Ahora la migración está criminalizada. Especialmente en los países que practicaron la esclavitud.

Esa noche caminé entre las calles silenciosas. Multitud de personas dormían sobre esterillas en el suelo, a las entradas de las casas, junto al hospital, en las esquinas sin alumbrar. Mi corazón iba encogido. No me quise hacer más preguntas y me fui a dormir.

Estábamos en uno de los lugares más hermosos del norte de Mozambique. Destino turístico. Historia viva. Donde ese Dios tan Grande hace tiempo que no viene.






miércoles, 6 de febrero de 2008

Que el llanto se escuche

¿Qué hacemos aquí? A veces el cansancio agarrota mi razonar. ¿En qué siglo vivimos? Se me quedan los ojos pegados a las escenas a las que no me acostumbro. Los niños de la carretera apenas existen. Tapan con arena los socavones del asfalto y cuando pasan los todoterrenos alargan temerosos sus brazos. Si lo que reciben es treinta céntimos de euro se emocionan, ríen, y entre el polvo que deja el vehículo al alejarse, se les ve bailar de alegría a estos críos dueños de una fiesta que me acongoja.

Nada tienen los africanos, ni siquiera el conocimiento de que su condena es una condena. No es fechizería el dolor cuando aprieta un poco más. Tan sólo un poco más y los mata. Porque así es. Dormitan el agotamiento de su supervivencia al borde de una muerte que no será noticia. Una brisa los asesina. Apenas una diminuta bacteria. Y nadie se conmoverá fuera de la choza. Ninguna multinacional percibirá el más leve rasguño. A pesar de cometer tantos crímenes.

¿Cómo pueden sonreír entre la miseria estas personas vestidas con más colores que el arco iris? ¿De dónde sacan la fuerza para seguir un día y otro caminando sin calzado entre la ciénaga y el sufrimiento? No me acostumbro y no me quiero acostumbrar a pasar con la normalidad del día a día entre el niño que me pide, y la mujer que me mira con temor y el abuelo que se sorprende de haber llegado a mi edad en un país donde la gente muere a los treinta y ocho años.

¿Qué hacemos aquí? ¿Para qué ver la miseria desde tan cerca? ¿Desde dentro? Un día más es una conquista que se celebra con la existencia. ¿Quién? ¿qué es el responsable de que esto esté así? ¿Quién de que no haya esperanza de nada más? Los números, la macroeconomía, las estadísticas dan cuenta de mentiras fosilizadas en el estereotipo. Números que justifican teóricos proyectos de desarrollo ligados en realidad a intereses empresariales fabricantes de fármacos, o de deudas o de miedo. O a estructuras públicas corruptas y anquilosadas en la quietud y la obediencia internacional.

Ahí fuera, el norte sigue ajeno a este genocidio diario. Los muros son altos y la corriente eléctrica funciona en las alambradas aunque las aldeas se caigan con las lluvias y las epidemias.

Para el Fondo Monetario todo va bien. Los franceses toman partido en el Chad y Kenia se desangra lo suficientemente despacio como para mantener la buena salud de la industria de armamentos. Europa compite con China mientras la ignorancia criminal de los poderosos divide este continente en buenos y malos.
Ayer hubo disturbios en Maputo. El aumento del combustible y del precio del transporte público provocó protestas, asaltos, disturbios y algún muerto. Dentro de un mes subirá el pan. Mozambique no existe en las noticias internacionales. Como no existen los niños que tapan con arena los baches para conseguir treinta céntimos de euro. Aunque yo los haya visto.

África es un continente de gente como tú o como yo que sólo preocupa cuando no llora en silencio.

martes, 5 de febrero de 2008

Con un dedo al cielo

Puso el balón en la línea de tiro. El resto de jugadores estaban a su espalda, pero él no los veía. Hacía un frío del diablo pero él no lo sentía. Colocó el balón con un cuidado especial. Concentrado. Se incorporó. Miró al guardameta. Dio un paso atrás. Otro. Otro más. Calculó la fuerza, el ángulo, la distancia. Otro. No pestañeaba. Miraba a los ojos del guardameta mientras calculaba el impulso necesario. Todo el mundo mantenía un silencio expectante. Se detuvo. Miró el balón. Respiró profundo. Volvió a levantar la vista a los ojos nerviosos del portero. El tiempo se había detenido en ese barrio de Zaragoza.

Oscar no se sentía muy seguro. Llevaba demasiados partidos sin meter un solo gol. Pero ese sábado era decisivo. El árbitro hizo sonar el silbato. Miró de nuevo al balón y con toda la decisión de ese instante preciso se acercó corriendo al esférico y chutó. Dio la patada con toda la fuerza de la que fue capaz. El balón salió a media altura. Se acercó a la portería. Pero el guardameta tenía los pies clavados a su indecisión y el balón siguió su trayectoria sin esperar a nada ni a nadie. Los ojos de Oscar se salían de sus órbitas. ¡Gol! ¡Gol! El balón entró y él, Oscar Villaescusa tuvo que agarrarse el corazón. De la alegría quería salirse del pecho. Y siguió corriendo. Loco de contento y señalando hacia el cielo con el dedo índice. Sus compañeros le seguían pero nadie conseguía darle alcance. El joven delantero era el niño más feliz Aragón en ese minuto de festejo.

Cuando el bullicio se relajó, le preguntaron a quién había dedicado el gol, para quién era ese dedo levantado al cielo. Oscar, tímido respondió que era para su tío. Y que había señalado al cielo porque su tío vive en Mozambique, y eso está tan lejos que el sol y el cielo es lo único que los dos pueden mirar al mismo tiempo.

Así se lo conté a Pedrito. El niño africano me escuchó la historia en silencio, con los ojos más abiertos que otras veces. Cuando terminé miró las nubes, y al rato me dijo “Qué buena idea ¿sabes? Creo que mi próximo gol se lo dedicaré a mi papá”.