domingo, 13 de julio de 2008

Una escapada (1)

Los días muy claros, desde la costa de Maputo, por ejemplo desde Rua Federico Engels, se puede distinguir la isla de Inhaca. “¿Vamos? -Edna siempre tiene buenas ideas-. Además, dentro de poco ya no nos podremos hacer estas escapadas”.

Dicho y hecho. El viernes tomamos un pequeño avión de quince plazas. Sentados en su interior una minúscula duda se me cruzó. “¿Pero este cacharro vuela?”. Me la guardé para mis adentros. Mil quinientos meticais cada uno ida y vuelta. Quince minutos después de despegar aterrizamos casi encima del agua. No se debía a ningún percance. Simplemente es que la pista del pequeño aeropuerto isleño comienza casi donde llegan las olas del mar.

El “aeropuerto” está junto a varias machambas, que es como aquí se llaman las huertas. Mujeres, niños y algún hombre las trabaja. Al llegar, un vehículo que mantenía el estilo “modernista” de la avioneta nos esperaba y nos llevó al hotel. Para llegar atravesamos la senda de arena que cruza por mitad del pueblo. O se pasa por las afueras o por la mitad. Sólo hay una calle. También atravesamos una cancha de fútbol. Pero aquí sí, por uno de los lados.

Al llegar al Pestana hotel de la isla nos recibieron con agua de coco y con un pago de doscientos meticais que debíamos hacer en calidad de taxa de entrada a la isla. Con los recibos nos aclararon que debíamos llevarlos siempre encima. Los guardé en el libro que estoy leyendo de Rafael Courtoisie.

Habitación 17. “El mismo día que mi cumpleaños, el jueves 17” dijo Edna con la felicidad de escapar de la rutina de Maputo y las llaves en la mano. La habitación era inmensa y la cama tenía una mosquitera que para sí la hubiera querido Meryl Streep en “Memorias de África”. Mosquitera por otro lado necesaria, porque perdimos la cuenta de bichos voladores que matamos. Aunque no parecían portadores de maldiciones, uno nunca se puede fiar.

Salimos a la playa que se encontraba ahí mismo y nos pusimos a caminar entre conchas, estrellas de mar y una olas tímidas. Una hora más tarde tomamos el camino de regreso. El sol comenzaba a ocultarse como solo lo sabe hacer aquí. De manera majestuosa.

Cenamos planificando cómo “escaparnos” aún más al día siguiente…


Junto a Inhaca hay otra isla. Más pequeña. Deshabitada. Desayunamos. Nos fabricamos unos sanwiches, requisamos fruta del buffet y pedimos a una lancha que nos llevara. “A las 15 horas les recojo aquí para regresar” nos dijo Eduardo, el capitán de un bote llamado "Pili".

Aquí” era el sitio donde nos había dejado. La señal era un trapo rojo sobre un tronco. Eran las 12 y media del medio día. Nuestro objetivo era sencillo. Recorrer andando esta diminuta y hermosa isla que habíamos visto desde la avioneta al venir, “la isla de los portugueses”. De pronto el tipo que nos vendió las taxas el día anterior apareció de la nada. “¿Tienen las taxas de entrada?”. Recordé que traía el libro de mi amigo Rafael. Lo abrí y ahí estaban. “Ok, obrigado” dijo sin tocarlas. ¿Y si me las hubiera dejado en el hotel? “Tendría que pagar la multa” me dijo sonriendo.

Caminamos bordeando la isla en el sentido inverso de las agujas del reloj. El agua estaba fría. Multitud de caparazones de especímenes marinos se dejaban bañar por esas olas tranquilas y transparentes. Llevábamos más de una hora caminando por la orilla del mar cuando decidimos parar a comer…



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